PODER EN LA PREDICACIÓN

Autor: E. M. Bounds

CAPÍTULO 1

El hombre, instrumento del espíritu

El descanso para el ministro debe ser como la máquina de afilar para la hoz: que se usa solamente cuando es necesario para el trabajo. ¿Puede un médico durante una epidemia descansar más de lo indispensable para su salud mientras los pacientes están esperando su ayuda en casos de vida o muerte? ¿Puede el cristiano contemplar a los pecadores en las agonías de la muerte, y decir: «Dios no me pide que me afane por salvarlos?» ¿Es esta la luz de la compasión ministerial y cristiana o más bien hablan la pereza sensual o la crueldad diabólica? Richard Baxter

Busca la santidad en todos los detalles de tu vida. Toda tu eficiencia depende de esto, porque tu sermón dura solamente una o dos horas pero tu vida predica toda la semana. Si Satanás logra hacerte un ministro codicioso, amante de las adulaciones, del placer, de la buena mesa, habrá echado a perder tu ministerio. Entrégate a la oración para que tus textos, tus oraciones y tus palabras vengan de Dios. Lutero pasaba en oración las mejores tres horas del día. Robert Murray McCheyne

Constantemente nuestra ansiedad llega a la tensión, para delinear nuevos métodos, nuevos planes, nuevas organizaciones para el avance de la iglesia y para la propagación eficaz del evangelio. Esta tendencia nos hace perder de vista al hombre, diluyéndolo en el plan u organización. El designio de Dios, en cambio, consiste en usar al hombre, obtener de él más que de ninguna otra cosa. El método de Dios se concreta en los hombres. La iglesia busca mejores sistemas; Dios busca mejores hombres. «Hubo un hombre enviado de Dios, el cual se llamaba Juan». La dispensación que anunció y preparó el camino para Cristo estaba ligada al hombre Juan. «Un niño nos es nacido, un hijo nos es dado.» La salvación del mundo proviene de este hijo del pesebre. Cuando Pablo recomienda el carácter personal de los hombres que arraigaron el evangelio en el mundo nos da la solución al misterio de su triunfo. La gloria y eficiencia del evangelio se apoyan en los hombres que lo proclaman. Dios proclama la necesidad de hombres para usarlos como el medio para ejercitar su poder sobre el mundo, con estas palabras: «Los ojos de Jehová contemplan toda la tierra, para mostrar su poder a favor de los que tienen corazón perfecto para con él». Esta verdad urgente y vital es vista con descuido por la gente de nuestra época, lo que es tan funesto para la obra de Dios como sería arrancar el sol de su esfera, pues produciría oscuridad, confusión y muerte. Lo que la iglesia necesita hoy día, no es maquinaria más abundante o perfeccionada, ni nuevas organizaciones ni métodos más modernos, sino hombres que puedan ser usados por el Espíritu Santo: hombres de oración, poderosos en la oración. El espíritu Santo no pasa a través de métodos sino de hombres. No desciende sobre la maquinaria, sino sobre los hombres. No unge a los planes sino a los hombres: los hombres de oración.

Un historiador eminente ha dicho que los accidentes del carácter personal tienen una parte más importante en las revoluciones de las naciones que la admitida por ciertos historiadores filosóficos o políticos. Esta verdad tiene una aplicación plena en lo que se refiere al evangelio de Cristo, porque el carácter y la conducta de sus fieles seguidores, cristianizan al mundo y transfiguran a las naciones y a los individuos.

El buen nombre y el éxito del evangelio están confiados al predicador, pues o entrega el verdadero mensaje divino, o lo echa a perder. Él es el conducto de oro para el aceite divino. El tubo no sólo debe ser de oro, además tiene que estar limpio para que nada obstruya el libre paso del aceite, y sin agujeros para que nada se pierda.

El hombre hace al predicador, Dios tiene que hacer al hombre. El mensajero, si se nos permite la expresión, es más que el mensaje. El predicador es más que el sermón. Como la leche del seno de la madre no es sino la vida de la madre, así todo lo que el predicador dice está saturado por lo que él es. El tesoro está en vasos de barro y el sabor de la vasija impregna el contenido y puede hacerlo desmerecer. El hombre –el hombre entero– está detrás del sermón. Se necesitan veinte años para hacer un sermón, porque se requieren veinte años para hacer un hombre. El verdadero sermón tiene vida. Crece juntamente con el hombre. El sermón es poderoso cuando el hombre es poderoso. El sermón es santo cuando el hombre es santo.

Pablo solía decir «Mi Evangelio», no porque lo había degradado con excentricidades personales o desviado con fines egoístas, sino porque el evangelio estaba en el corazón y en la sangre del hombre Pablo como un depósito personal para ser dado a conocer con sus rasgos peculiares, para que impartiera al mismo el fuego y el poder de su alma indómita. ¿Qué se ha hecho de los sermones de Pablo? ¿Dónde están? ¡Son esqueletos, fragmentos esparcidos, flotando en el mar de la inspiración! Pero el hombre Pablo, más grande que sus sermones, vive para siempre, con la plenitud de su figura, facciones y estatura, con su mano modeladora puesta sobre la iglesia. La predicación no es más que una voz. La voz muere en el silencio, el texto es olvidado, el sermón desaparece de la memoria; el predicador vive.

El sermón con su poder vivificador no puede elevarse sobre el hombre. Los hombres muertos producen sermones muertos que matan. Todo el éxito depende del carácter espiritual del predicador. Bajo la dispensación judía el sumo sacerdote inscribía con piedras preciosas sobre el frontal de oro las palabras: «Santidad a Jehová». De una manera semejante todo predicador en el ministerio de Cristo debe ser modelado y dominado por el mismo lema santo. Es una vergüenza para el ministerio cristiano tener un nivel más bajo en santidad de carácter y de aspiración que el sacerdocio judío. Jonathan Edwards decía: «Perseveré en mi propósito firme de adquirir más santidad y vivir más de acuerdo con las enseñanzas de Cristo. El cielo que yo deseaba era un cielo de santidad». El evangelio de Cristo no progresa por movimientos populares. No tiene poder propio de propaganda. Avanza cuando marchan los hombres que lo llevan. El predicador debe personificar el evangelio, incorporarse sus características más divinas. El poder compulsivo del amor ha de ser en el predicador una fuerza ilimitada y dominadora; la abnegación, parte integrante de su vida. Ha de conducirse como un hombre entre los hombres, vestido de humildad y mansedumbre, sabio como serpiente, sencillo como paloma; con las cadenas de un siervo, pero con el espíritu de un rey; su porte independiente y majestuoso, como un monarca, a la vez que delicado y sencillo como un niño. El predicador ha de entregarse a su obra de salvar a los hombres, con todo el abandono de una fe perfecta y de un celo consumidor. Los hombres que tienen a su cargo formar una generación piadosa, han de ser mártires valientes, heroicos y compasivos. Si son tímidos, contemporizadores, ambiciosos de una buena posición, si adulan o temen a los hombres, si su fe en Dios y su Palabra es débil, si su espíritu de sacrificio se quebranta ante cualquier brillo egoísta o mundano, no podrán conducir ni a la iglesia ni al mundo hacia Dios.

La predicación más enérgica y más exigente del ministro ha de ser para sí mismo. Esta será su tarea más difícil, delicada y completa. La preparación de los doce fue la obra grande, laboriosa y duradera de Cristo. Los predicadores no son tanto creadores de sermones como forjadores de hombres y de santos, y el único bien preparado para esta obra será aquel que haya hecho de sí mismo un hombre y un santo. Dios demanda no grandes talentos, ni grandes conocimientos, ni grandes predicadores, sino hombres grandes en santidad, en fe, en amor, en fidelidad, grandes para con Dios. Hombres que prediquen siempre por medio de sermones santos en el púlpito y por medio de vidas santas fuera de él. Estos son los que pueden modelar una generación que sirva a Dios.

De este tipo fueron los cristianos de la iglesia primitiva. Hombres de carácter sólido, predicadores de molde celestial, heroicos, firmes, esforzados, santos. Para ellos la predicación significaba abnegación, penalidades, crucifixión del yo, martirio. Se entregaron a su tarea de una manera que dejó huellas profundas en su generación y prepararon un linaje santo para Dios. El hombre que predica tiene que ser el hombre que ora. El arma más poderosa del predicador es la oración, fuerza incontrastable en sí misma, que da vida y energía a todo lo demás.

El verdadero sermón se forma en la oración secreta. El hombre –el hombre de Dios– se forma sobre las rodillas. La vida del hombre de Dios, sus convicciones profundas, tiene su origen en la comunión secreta con el Altísimo. Sus mensajes más poderosos y más tiernos, los adquiere a solas con Dios. La oración hace al hombre, al predicador, al pastor, al obrero cristiano y al creyente consagrado.

El púlpito de nuestros días es pobre en oración. El orgullo del saber se opone a la humildad que requiere la plegaria. A menudo la presencia de la oración en el púlpito es sólo oficial: un número más del programa dentro de la rutina del culto. La oración en el púlpito moderno está muy lejos de ser lo que fue en la vida y en el ministerio de Pablo. El predicador que no hace de la oración un factor poderoso en su vida y ministerio, es un punto débil en la obra de Dios y es incompetente para promover la causa del evangelio en este mundo.

CAPÍTULO 2

La letra mata, más el espíritu vivifica

«…Pero, sobre todo se distinguió en la oración. La interioridad y gravedad de su espíritu, la reverencia y solemnidad de su discurso y de su actitud, la parquedad y plenitud de sus palabras, han movido a menudo la admiración aún de los extraños, como al mismo tiempo aportaban la consolación para otros. Debo decir que nunca he sentido ni contemplado algo más importante, vivo y respetuoso que sus oraciones. Y de veras fueron un testimonio del poder de Dios. Vivía más cerca del Señor que otros hombres, y lo conocía mejor pues los que lo conocen mejor, encontrarán más razones para acercarse a él con reverencia y temor». William Penn, hablando de George Fox

Los privilegios más preciosos pueden producir los frutos más amargos por una ligera perversión. El sol da vida, pero la insolación da muerte. El objeto de la predicación es dar vida, pero a veces mata. El predicador tiene las llaves del corazón y con ellas lo abre o lo cierra. Dios ha instituido la predicación para que la vida espiritual germine y madure. Cuando se aplica debidamente, sus beneficios son inmensos; en caso contrario, sus resultados perjudiciales no tienen comparación. Es fácil destruir el rebaño, cuando el pastor está descuidado o los pastos se han acabado; es fácil tomar la fortaleza si los centinelas se han dormido o el alimento y el agua se hallan envenenados. Estando investida de tan espléndidas prerrogativas y expuesta a tan grandes males, encerrando tan graves responsabilidades, sería una parodia de la malignidad del demonio y un libelo de su carácter y reputación, si él no usara sus hábiles influencias para adulterar al predicador y a su mensaje. En presencia de todo esto, cabe la pregunta de Pablo: «¿Y para estas cosas quién es suficiente?»

El mismo Pablo contesta: «…Nuestra competencia proviene de Dios, el cual asimismo nos hizo ministros competentes de un nuevo pacto, no de la letra, sino del espíritu; porque la letra mata, mas el espíritu vivifica.». El verdadero ministro es influenciado, capacitado y formado por Dios. El Espíritu de Dios unge al predicador con poder, el fruto del espíritu está en su corazón, el Espíritu de Dios vitaliza al hombre y a la Palabra; su predicación da vida, como la fuente da vida, como la resurrección da vida; vida ardiente como la que produce el verano, vida llena de frutos como el otoño. El predicador que da vida es un hombre de Dios, cuyo corazón tiene sed continua de Dios, cuya alma suspira constantemente por Dios, cuyo ojo es sencillo para con Dios, y quien, por el poder del Espíritu Santo ha crucificado la carne y el mundo, y su ministerio es como la corriente generosa de un río vivificante.

La predicación que mata es la predicación carente de espiritualidad. La habilidad del predicador en este caso no proviene de Dios. Otras fuentes no divinas le han dado su energía y estímulo. El Espíritu no se revela ni en el predicador ni en su predicación. El mensaje que mata pone en juego muchas fuerzas, pero no son fuerzas espirituales. Pueden parecer como tales, pero no son más que una sombra, un engaño; parece que tienen vida, pero es una vida magnetizada. La predicación que mata sólo se preocupa por la letra; está bien ordenada y presentada, pero no es más que la letra seca, hueca, vacía. Aunque la letra tenga el germen de la vida, le falta para brotar el aliento de la primavera; es como las semillas del invierno, dura como el suelo, helada como el aire invernal, sin deshielo ni germinación. La predicación de la letra tiene la verdad. Pero aun la verdad divina no tiene energía por sí sola para dar vida; necesita ser reforzada por el Espíritu, quien se apoya en toda la omnipotencia de Dios. La verdad que no está vivificado por el Espíritu de Dios mata tanto el error o aún más. Aunque sea la verdad pura, si carece del Espíritu, su contacto es mortal, su verdad error, su luz tinieblas. La predicación de la letra no tiene unción del Espíritu, su contacto es mortal, su verdad error, su luz tinieblas. La predicación de la letra no tiene unción del Espíritu, no está madurada por él. A veces lleva lágrimas, pero las lágrimas no mueven la maquinaria de Dios; pueden ser como la brisa del verano sobre una montaña de hielo, que sólo causa un ligero reblandecimiento en la superficie. Puede ser que haya sentimiento y entusiasmo, pero no es más que la emoción del actor, el acaloramiento del abogado. El predicador se siente encendido por sus propias chispas, elocuente en la presentación de su propia exégesis y con afán de presentar lo que produce su propio cerebro; es el profesor usurpando el lugar y el fuego del apóstol; la inteligencia y los nervios simulando la obra del Espíritu de Dios y de esta manera la letra brilla y flamea como un letrero iluminado, pero a pesar del resplandor hay tan poca vida como la de un campo sembrado de perlas. El elemento mortífero se esconde detrás las palabras, del sermón, de la ocasión, de los ademanes y de la acción. El gran obstáculo está en el predicador mismo. Le falta el poder vivificante. Quizá no haya nada que decir de su ortodoxia, de su honradez, de su pureza, de su sinceridad; pero, por alguno que otro motivo, el hombre, el hombre interior, en lo más íntimo de su corazón, no se ha quebrantado ni se ha rendido a Dios y, por lo tanto, su vida interior no es un camino real por donde puedan pasar el mensaje y el poder de Dios. En el lugar santísimo de su alma domina el yo y no Dios. En algún punto, inconsciente para el predicador, ha sido tocado su ser interior y ha sido cortada la corriente divina. En su ser íntimo no ha sentido la bancarrota espiritual, su completa ineficacia; nunca ha sabido clamar con voces inefables de desesperación y desamparo hasta conseguir que el fuego y el poder de Dios entren en él y lo llenen, purifiquen y fortalezcan. La vanidad, la confianza propia en alguna forma perniciosa, han profanado el templo que debería estar consagrado a Dios. La predicación que da vida demanda mucho del predicador –la muerte del yo, la crucifixión del mundo, el sufrimiento del alma–. Sólo la predicación crucificada puede dar vida. Esta predicación sólo puede venir de un hombre crucificado.

CAPÍTULO 3

Sermones que matan

Durante mi enfermedad me puse a examinar mi vida en relación con la eternidad, de una manera más penetrante de lo que había hecho cuando disfrutaba de completa salud. Mi conciencia me aprobó al revisar lo relativo al cumplimiento de mis deberes hacia el prójimo en mi carácter de hombre, de ministro cristiano y de oficial de la iglesia; pero el resultado fue diferente tratándose de mi actitud hacia mi Redentor y Salvador. Mi gratitud y obediencia no habían estado en proporción con lo que había recibido de él, redimiéndome, preservándome y sosteniéndome a través de las vicisitudes de la vida, desde la infancia hasta la vejez. La comprensión de la frialdad de mi amor para quien me amó primero e hizo tanto por mí, me anonadó y me confundió; y para completar la indignidad de mi carácter, no sólo había descuidado el desarrollo de la gracia que me fue dada hasta donde llegara mi deber y privilegio, sino que por haber permanecido estacionario, perplejo con otras ideas y trabajos, se habían debilitado en celo y el amor que tenía en un principio. Me sentí abatido, me humillé, imploré misericordia y renové mi pacto de poner todo empeño en dedicarme sin reservas al Señor.  Obispo McKendree Bounds

La predicación que mata puede ser ortodoxa y a veces los es –dogmática e inviolablemente ortodoxa–. Nos gusta la ortodoxia. Es buena. Es lo mejor. Es la enseñanza clara y pura de la Palabra de Dios, representa los trofeos ganados por la verdad en sus conflictos con el error, los diques que la fe ha levantado contra las inundaciones desoladoras de los que con sinceridad o cinismo no creen o creen equivocadamente; pero la ortodoxia, transparente y dura como el cristal, suspicaz y militante, puede convertirse en mera letra bien formada, bien expresada, bien aprendida, o sea, la letra que mata. Nada es tan carente de vida como una ortodoxia marchita, imposibilitada para especular, para pensar, para estudiar o para orar.

No es raro que la predicación que mata conozca y domine los principios, posea erudición y buen gusto, esté familiarizada con la etimología y la gramática de la letra y la adorne e ilustre como si se tratara de explicar a Platón y Cicerón; o como el abogado que estudia sus códigos para formar sus alegatos o defender su causa y, sin embargo, ser tan destructora como una helada, una helada que mata. La predicación de la letra puede tener toda la elocuencia, estar esmaltada de poesía y retórica, condimentada con lo sensacional, iluminada por el genio, pero todo esto no puede ser más que una costosa y pesada montadura o las raras y bellas flores que cubren el cadáver. O, por el contrario, la predicación que mata muchas veces se presenta sin erudición, sin el toque de un pensamiento o sentimiento vivo, revestida de generalidades insípidas o de especialidades vanas, con estilo irregular, desaliñado, sin reflejar ni el más leve estudio ni comunión, sin estar hermoseada por el pensamiento, la expresión o la oración. ¡Qué grande y absoluta es la desolación que produce esta clase de predicación y qué profunda la muerte espiritual que trae como resultado!

Esta predicación de la letra se ocupa de la superficie y apariencia, y no del corazón de las cosas. No penetra las verdades profundas. No se ha compenetrado de la vida oculta de la Palabra de Dios. Es sincera en lo exterior, pero el exterior es la corteza que hay que romper para recoger la sustancia. La letra puede presentarse vestida en tal forma que atraiga y agrade, pero la atracción no conduce hacia Dios. El fracaso está en el predicador. Nunca se ha puesto en las manos de Dios como la arcilla en las manos del alfarero. Se ha ocupado del sermón en cuanto a las ideas y su pulimento, los toques para persuadir e impresionar; pero nunca ha buscado, estudiado, sondeado, experimentado las profundidades de Dios. No sabe lo que significa estar frente al «trono alto y sublime», no ha oído el canto de los serafines, no ha contemplado la visión ni ha sido sacudido por la presencia de una santidad tan imponente que le haga sentir el peso de su debilidad, y maldad después de clamar con desesperación por ver su vida renovada, su corazón tocado, purificado, inflamado por el carbón vivo del altar de Dios. Es posible que su ministerio despierte simpatías para él, para la iglesia, para el formulismo y las ceremonias; pero no logra acercar a los hombres a Dios, no promueve una comunión dulce, santa y divina. La iglesia ha sido retocada, no edificada; complacida, no santificada. Se ha extinguido la vida; un viento helado sopla en el verano; el suelo está endurecido. La ciudad de Dios se convierte en una necrópolis; la iglesia en un cementerio, no en un ejército listo para la batalla. No hay alabanzas, ni plegarias, ni culto a Dios. El predicador y la predicación han prestado ayuda al pecado y no a la santidad; en vez de poblar el cielo han poblado el infierno.

La predicación que mata es la predicación sin oración. Sin la oración el predicador crea la muerte y no la vida. El predicador que es débil en la oración es débil también para impartir el poder vivificador. El predicador que ha dejado de considerar la oración como un elemento importante y decisivo en su propio carácter, ha privado a su predicación del poder de dar vida. No falta la oración profesional, pero está apresurada la obra mortal de la predicación. La oración profesional enfría y mata al mismo tiempo la predicación y la plegaria. Gran parte de la falta de devoción y reverencia que muestran las congregaciones cuando se ora, puede atribuirse a la oración profesional en el púlpito. Las oraciones en muchos púlpitos son largas, argumentadoras, secas, vacías. Sin unción y sin espíritu caen como una helada sobre todo el servicio. Son oraciones que matan. Bajo su aliento desaparece todo vestigio de devoción. Cuanto más muertas son, tanto más largas se hacen. Lo que necesitamos son oraciones cortas, vivas, que salgan del corazón, inspiradas por el Espíritu Santo, directas, específicas, ardientes, sencillas, y reverentes. Una escuela para enseñar a los predicadores a orar como a Dios agrada, sería de más provecho para la verdadera piedad, para el culto y para la predicación que todas las escuelas teológicas.

Detengámonos un momento. Consideremos. ¿Dónde estamos? ¿Qué es lo que hacemos? ¿Predicamos y oramos de tal manera que damos muerte? Oremos a Dios, al gran Dios hacedor de todos los mundos, al Juez de todos los hombres. ¡Qué reverencia! ¡Qué simplicidad! ¡Qué sinceridad! ¡Cuánta verdad se demanda en lo íntimo del corazón! ¡Cuán sinceros y entusiastas debemos ser! La oración a Dios es la ocupación más noble, el esfuerzo más elevado, el objeto más real. ¿No descartaremos para siempre la predicación y la oración que matan, sustituyéndolas por las que dan vida y poder, por las que abren a la necesidad y miseria del hombre los tesoros inextinguibles de Dios?

CAPÍTULO 4

La oración determina la predicación

Recordemos a Brainerd que derramaba su alma ante Dios, en medio de los bosques de América pidiendo por los gentiles que perecían, sin cuya salvación nada podía hacerle feliz. La oración de fe, secreta y ferviente, es la raíz de la piedad personal. Un conocimiento suficiente del idioma donde el misionero vive, un carácter suave y agradable, un corazón entregado a Dios en íntima comunión, son cualidades cuya adquisición, más que el saber u otras habilidades, nos capacitarán para ser instrumentos en las manos de Dios, en la gran obra de la redención humana. Hermandad de Carey, Serampore (India)

Hay dos tendencias extremas en el ministerio. Una consiste en apartarse de los hombres. El ermitaño y el monje se alejan de sus semejantes para consagrarse a Dios. Por supuesto que han fracasado. Nuestra comunión con Dios solamente es de provecho si derramamos sus bienes inapreciables sobre los hombres. En esta época ni el predicador ni el pueblo se concentran mucho en Dios. Nuestras inclinaciones no se enderezan en esa dirección. Nos encerramos en nuestros gabinetes, nos hacemos eruditos, ratones de biblioteca, fabricantes de sermones, nos encumbramos como literatos y pensadores; pero el pueblo y Dios, ¿dónde quedan? Fuera del corazón y de la mente. Los predicadores que son grandes estudiantes y pensadores deben ser todavía más grande en la oración o se convertirán en los más temibles apóstatas, en profesionales cínicos y racionalistas, y en la estimación de Dios serán menos que los últimos predicadores.

La otra tendencia es de popularizar por completo el ministerio. Entonces el predicador ya no es un hombre de Dios, sino un hombre de negocios, entregado al pueblo. No ora, porque su misión es otra. Se siente satisfecho si dirige al pueblo, si crea interés, una sensación en favor de la religión y del trabajo de la iglesia. Su relación personal hacia Dios no es factor en su trabajo. La oración en poco o nada ocupa un lugar en sus planes. El desastre y ruina de un ministerio semejante no puede ser computado por la aritmética terrenal. Lo que el predicador es en su oración a Dios, a sí mismo y por su pueblo, así es su poder para hacer un bien real a los hombres, para servir eficientemente y mantener su fidelidad hacia Dios y los hombres por el tiempo y la eternidad.

Es imposible para el predicador estar en armonía con la naturaleza divina de su alta vocación si no ora mucho. Es un gran error creer que el predicador por la fuerza del deber y la fidelidad laboriosa al trabajo y rutina del ministerio puede conservar su aptitud e idoneidad. Aun la tarea de hacer sermones, incesante y exigente como un arte, como un deber, como una ocupación o como un placer, por falta de oración a Dios, endurecerá y enajenará el corazón. El naturalista pierde a Dios en la naturaleza. El predicador puede perder a Dios en su sermón.

La oración renueva el corazón del predicador, lo mantiene en armonía con Dios y en simpatía con el pueblo, eleva su ministerio por sobre el aire frío de una profesión, hace provechosa la rutina y mueve todas las ruedas con la facilidad y energía de una unción divina.

Spurgeon decía: «Por supuesto, el predicador tiene que distinguirse entre todos como un hombre de oración. Tiene que orar como cualquier cristiano, o será un hipócrita; ha de orar más que otro cualquier cristiano, o estará incapacitado para la carrera que ha escogido. Es de lamentar si como ministro no eres muy dado a la oración. Si eres indiferente a la devoción sagrada no sólo es de lamentar por ti sino por tu pueblo, y el día vendrá en que serás avergonzado y confundido. Nuestras bibliotecas y estudios son nada en comparación de lo que podemos obtener en las horas de retiro y meditación. Han sido grandes días los que hemos pasado ayunando y orando en el tabernáculo; nunca las puertas del cielo han estado más abiertas, ni nuestros corazones más cerca de la verdadera Gloria».

La oración que caracteriza al ministro piadoso no es la que se pone en pequeña cantidad, como la esencia que se usa para dar sabor agradable, sino que la oración ha de estar en el cuerpo, formando la sangre y los huesos. La oración no es un deber sin importancia que podamos colocar en un rincón; no es el hecho confeccionado con los fragmentos de tiempo que hemos arrebatado a los negocios y a otras ocupaciones de la vida; sino que exige de nosotros lo mejor de nuestro tiempo y de nuestra fuerza. Este tiempo precioso no ha de ser devorado por el estudio o por las actividades de los deberes ministeriales; sino ha de ser primero la oración, y luego los estudios y actividades, para que éstos sean renovados y perfeccionados por aquélla. La oración que tiene influencia en el ministerio debe afectar toda la vida. La oración que transforma el carácter no es un rápido pasatiempo. Ha de penetrar tan fuertemente en el corazón y en la vida como los ruegos y súplicas de Cristo, «con gran clamor y lágrimas»; debe derramar el alma en un supremo anhelo como Pablo; ha de tener el fuego y la fuerza de la «oración eficaz» de Santiago; ha de ser de tal calidad que cuando se presente ante Dios en el incensario de oro, efectúe grandes revoluciones espirituales.

La oración no es un pequeño hábito que se nos ha inculcado cuando andábamos cogidos al delantal de nuestra madre; ni tampoco el cuarto de minuto que decentemente dedicamos para dar las gracias a la hora de la comida, sino que es un trabajo serio para los años de más reflexión. Debe ocupar más de nuestro tiempo y voluntad que las más hermosas festividades. La oración que tiene tan grandes resultados en nuestra predicación merece que se le consagre lo mejor. El carácter de nuestra oración determinará el de nuestra predicación. Una predicación ligera proviene de una oración de la misma naturaleza. La oración da a la predicación fuerza, unción y determinación. En todo ministerio de calidad, la oración ha tenido un lugar importante.

El predicador ha de ser preeminentemente un hombre de oración, graduado en la escuela de la plegaria. Sólo allí puede aprender su corazón a predicar. Ningún conocimiento puede ocupar el lugar de la oración. No puede suplirse su falta con el entusiasmo, la diligencia o el estudio.

Hablar a los hombres de parte de Dios es una gran cosa, pero es más aun hablar a Dios por los hombres. Nunca podrá el predicador transmitir el mensaje de Dios si no ha aprendido a interceder por los hombres. Por esto las palabras sin oración que dirija en el púlpito o fuera de él, son palabras muertas.

CAPÍTULO 5

La primacía de la oración

Ya conoces el valor de la oración: es precioso sobre todo precio. Nunca la descuides. Thomas Buxton

La oración es lo más necesario para el ministro. Por tanto, mi querido hermano, ora, ora, ora. Edward Payson

La oración en la vida, en el estudio y en el púlpito del predicador, ha de ser una fuerza conspicua y que a todo trascienda. No debe tener un lugar secundario, ni ser una simple cobertura. A él le es dado pasar con su Señor «la noche orando a Dios». Para que el predicador se ejercite en esta oración sacrificial es necesario que no pierda de vista a su Maestro, quien «levantándose muy de mañana, siendo aún muy oscuro, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba». El cuarto de estudio del predicador ha de ser un altar, un Betel, donde le sea revelada la visión de la escalera hacia el cielo significando que los pensamientos antes de bajar a los hombres han de subir hasta Dios; para que todo el sermón esté impregnado de la atmósfera celestial, de la solemnidad que le ha impartido la presencia de Dios en el estudio.

Como una locomotora no se mueve sino hasta que el fuego está encendido, así también la predicación, con todo su mecanismo, perfección y pulimento, estará paralizada en sus resultados espirituales, hasta que la oración arda y fabrique el vapor. La forma, la hermosura y la fuerza del sermón es como paja a menos que tenga el poderoso impulso de la oración en él, a través de él y tras él. El predicador debe, por la oración, poner a Dios en el sermón. El predicador, por medio de la oración, acerca a Dios al pueblo antes de que sus palabras hayan movido al pueblo hacia Dios. El predicador ha de tener audiencia con Dios antes de tener acceso al pueblo. Cuando el predicador tiene abierto el camino hacia Dios, con toda seguridad lo tiene abierto hacia el pueblo.

No nos cansamos de repetir que la oración, como un simple hábito, como una rutina que se practica en forma profesional, es algo muerto. Esta clase de oración no tiene nada que ver con la oración por la cual abogamos. La oración que deseamos es la que reclama y enciende las más altas cualidades del predicador; la oración que nace de una unión vital con Cristo y de la plenitud del Espíritu Santo, que brota de las fuentes profundas y desbordantes de compasión tierna y de una solicitud incansable por el bien eterno de los hombres; de un celo consumidor por la gloria de Dios; de una convicción completa de la difícil y delicada tarea del predicador y de la necesidad imperiosa de la ayuda más poderosa de Dios. La oración basada en estas convicciones solemnes y profundas es la única oración verdadera. La predicación respaldada por esta clase de oración es la única que siembra las semillas de la vida eterna en los corazones humanos y prepara hombres para el cielo.

Naturalmente que hay predicación que goza del favor del público, que agrada y atrae, predicación que tiene fuerza literaria e intelectual y puede considerarse buena, excepto en que tiene poco o nada de oración; pero la predicación que llena los fines de Dios debe tener su origen en la oración desde que anuncia el texto y hasta la conclusión, predicación emitida con energía y espíritu de plegaria, seguida y hecha para germinar, conservando su fuerza vital en el corazón de los oyentes por la oración del pecador, mucho tiempo después de que la ocasión ha pasado.

De muchas maneras nos excusamos de la pobreza espiritual de nuestra predicación, pero el verdadero secreto se encuentra en la carencia de la oración ferviente por la presencia de Dios en el poder del Espíritu Santo. Hay innumerables predicadores que desarrollan sermones notables; pero los efectos tienen poca vida y no entran como un factor determinante en las regiones del espíritu donde se libra la batalla tremenda entre Dios y Satanás, el cielo y el infierno, porque los que entregan el mensaje no se han hecho militantes, fuertes y victoriosos por la oración.

Los predicadores que han obtenido grandes resultados para Dios son los hombres que han insistido cerca de Dios antes de aventurarse a insistir cerca de los hombres. Los predicadores más poderosos en sus oraciones son los más eficaces en sus púlpitos.

Los predicadores son seres humanos y están expuestos a ser arrebatados por las corrientes del mundo. La oración es un trabajo espiritual y la naturaleza humana rehúye un trabajo espiritual y exigente. La naturaleza humana gusta de bogar hacia el cielo con un viento favorable y un mar tranquilo. La oración hace a uno sumiso. Abate el intelecto y el orgullo, crucifica la vanagloria y señala nuestra insolvencia espiritual. Todo esto es difícil de sobrellevar para la carne y la sangre. Es más cómodo no orar que hacer abstracción de aquellas cosas. Entonces llegamos a uno de los grandes males de estos tiempos: poca o ninguna oración. De estos dos males quizás el primero sea más peligroso que el segundo. La oración escasa es una especie de pretexto, de subterfugio para la conciencia, una farsa y un engaño.

El poco valor que damos a la oración está evidenciado por el poco tiempo que le dedicamos. Hay veces que el predicador sólo le concede los momentos que le han sobrado. No es raro que el predicador ore únicamente antes de acostarse, con su ropa de dormir puesta, añadiendo si acaso una rápida oración antes de vestirse por la mañana. ¡Cuán débil, vana y pequeña es esta oración comparada con el tiempo y energía que dedicaron a la misma algunos santos varones de la Biblia y fuera de la Biblia! ¡Cuán pobre e insignificante es nuestra oración, mezquina e infantil frente a los hábitos de los verdaderos hombres de Dios en todas las épocas! A los hombres que creen que la oración es el asunto principal y dedican el tiempo que corresponde a una apreciación tan alta de su importancia, confía Dios las llaves de su reino, obrando por medio de ellos maravillas espirituales en este mundo. Cuando la oración alcanza estas proporciones viene a ser la señal y el sello de los grandes líderes de la causa de Dios y la garantía de las fuerzas conquistadoras del éxito con que Dios coronará su labor.

El predicador tiene la comisión de orar tanto como de predicar. Su labor es incompleta si descuida alguna de las dos. Aunque el predicador hable con toda la elocuencia de los hombres y de los ángeles, si no ora con fe para que el cielo venga en su ayuda, su predicación será como «metal que resuena, o címbalo que retiñe», para los usos permanentes de la gloria de Dios y de la salvación de las almas.

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