PODER EN LA PREDICACIÓN Parte II

Autor: E. M. Bounds

CAPÍTULO 6

El MINISTERIO FRUCTÍFERO

La causa principal de mi pobreza e ineficacia es debido a una inexplicable negligencia en la oración. Puedo escribir, leer, conversar y oír con voluntad presta pero la oración es más íntima y espiritual que estas cosas y por eso mi corazón carnal fácilmente la rehúye. La oración, la paciencia y la fe nunca quedan sin efecto. Hace tiempo que he aprendido que si llego a ser un ministro será por la oración y la fe. Cuando mi corazón está en aptitud y libertad para orar, cualquier otra tarea es comparativamente sencilla. Richard Newton

Es necesario establecer como un axioma espiritual que en todo buen ministerio la oración es una fuerza dominante y manifiesta no sólo en la vida del predicador, sino en la espiritualidad profunda de su obra. Un ministro puede ser todo lo dedicado que se quiera sin oración, asegurar fama y popularidad sin oración; toda la maquinaria de la vida y obra del predicador puesta en movimiento sin el aceite de la oración o con un poco apenas para engrasar alguno de los dientes de las ruedas. Sin embargo, ningún ministro puede ser espiritual y lograr la santidad del predicador y de su pueblo, sin la oración como fuerza dominante y manifiesta.

El predicador que ora tiene la ayuda efectiva de Dios en su obra. Dios no muestra su presencia en la obra del predicador como cosa natural o en principios generales, sino que viene por la oración urgente y especial. Que Dios puede ser hallado el día que le busquemos con todo el corazón, es tan cierto para el predicador como para el penitente. Un ministerio donde hay oración es el único capaz de poner al predicador en simpatía con el pueblo. La predicación le liga tanto a lo humano como a lo divino. Sólo el ministerio donde hay oración es idóneo para los altos oficios y responsabilidades de la predicación. Los colegios, el saber, los libros, la teología, no pueden hacer por el predicador lo que hace la oración. La comisión para predicar dada a los apóstoles fue una hoja en blanco hasta que la llenó el Pentecostés pedido en oración. Un ministro devoto ha ido más allá de las regiones de lo popular, es más que un hombre ocupado de actividad mundana, de atractivo en el púlpito. Ha ido más allá del organizador o director eclesiástico hasta alcanzar lo sublime y poderoso, lo espiritual. La santidad es el producto de su obra; los corazones y vidas transfiguradas son el blasón de la realidad de su trabajo, de su naturaleza genuina y substancial. Dios está con él. Su ministerio no se proyecta sobre principios mundanos o superficiales. Tiene grandes reservas y conocimientos profundos de los bienes de Dios. Su comunión frecuente e íntima con Dios de su pueblo y la agonía de su espíritu luchador le han coronado como un príncipe en el reino de Dios. El hielo del simple profesional se ha derretido con la intensidad de su oración.

Los resultados superficiales del ministerio de algunos, la inercia del de otros, tienen que explicarse en la falta de oración. Ningún ministerio puede alcanzar éxito sin mucha oración, y esta oración ha de ser fundamental, constante y creciente. El texto, el sermón han de ser la consecuencia de la oración. Su cuarto de estudio ha de estar bañado en oración, todos los actos impregnados de este espíritu. «Lamento haber orado muy poco», fue la expresión de pesadumbre que tuvo en su lecho de muerte uno de los escogidos de Dios, remordimiento que nos entristece tratándose de un predicador. «Deseo una vida de muy grande, profunda y verdadera oración», decía otro predicador notable. ¡Que esto digamos todos y para ello nos esforcemos!

Los genuinos predicadores de Dios se han distinguido por esta gran característica: han sido hombres de oración. A menudo difieren en algunos rasgos, pero han coincidido en el requisito central. Quizás han partido de diferentes puntos y avanzado a lo largo de distintos caminos pero están unidos en la oración. Para ellos Dios fue el centro de atracción y la oración ha sido la ruta que los ha conducido a él. Estos hombres no han orado ocasionalmente ni en cortas proporciones a horas regulares, sino que sus oraciones han penetrado y formado sus caracteres; han afectado sus propias vidas y las de otros, y han formado la historia de la iglesia e influenciado la corriente de los tiempos. Han pasado mucho tiempo en oración, no porque lo marcaran en la sombra del reloj o las manos de un reloj moderno, sino porque para ellos fue una ocupación tan importante y atractiva que difícilmente la abandonaban. La oración para ellos ha sido como fue para Pablo, un ardiente esfuerzo del alma; lo que fue para Jacob, haber luchado y vencido; lo que fue para Cristo «gran clamor y lágrimas». «La oración eficaz» ha sido el arma más poderosa de los soldados más denodados de Dios. «Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos». Lo que se dice de Elías respecto de que «Era hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras, y oró fervientemente para que no lloviese, y no llovió sobre la tierra por tres años y seis meses. Y otra vez oró, y el cielo dio lluvia, y la tierra produjo su fruto»–, incluye a todos los profetas y predicadores que han guiado hacia Dios la generación en que han vivido, dando a conocer el instrumento por el que han hecho maravillas.

CAPÍTULO 7

EL SECRETO DE LA VIDA DE ORACIÓN

Los grandes maestros de la vida cristiana han encontrado siempre en la oración la fuente más elevada de iluminación. Para no pasar de los límites de la iglesia anglicana de su tiempo, se dice del Obispo Andrews que pasaba cinco horas diarias sobre sus rodillas. Se ha llegado a las resoluciones prácticas más grandes que han enriquecido y hermoseado la vida humana en los tiempos cristianos por medio de la oración. Cannon Liddon

Aunque muchas oraciones privadas, por su propia naturaleza han de ser cortas; aunque la oración pública, como regla, debe ser condensada; aunque tiene su valor y lugar la oración breve, sin embargo, en nuestras comuniones privadas con Dios el tiempo tiene un valor esencial. Mucho tiempo pasado con Dios es el secreto de la oración eficaz. La oración que se convierte en una fuerza poderosa es el producto mediato o inmediato de largas horas pasadas con Dios. Nuestras oraciones pequeñas deben su alcance y eficiencia a las extensas que las han precedido. Una oración corta no puede ser eficaz si el que la hace no ha tenido una lucha continua con Dios. La victoria de la fe de Jacob no se hubiera efectuado sin esa lucha de toda la noche. No se adquiere el conocimiento de Dios con pequeñas e inopinadas visitas. Dios no derrama sus dones sobre los que vienen a verlo por casualidad o con prisas. La comunión constante con Dios es el secreto para conocerle y para tener influencia con él. El Señor cede ante la persistencia de una fe que le conoce. Confiere sus bendiciones más ricas sobre los que manifiestan su deseo y estima de estos bienes, tanto por la constancia como por el fervor de su importunidad. Cristo, que en esto como en todo es nuestro Modelo, pasó noches enteras en oración. Su costumbre era orar mucho. Tenía un lugar habitual de oración. Largos periodos de tiempo en oración formaron su historia y su carácter. Pablo oraba día y noche. Daniel, en medio de importantes ocupaciones, oraba tres veces al día. Las oraciones de David en la mañana, al mediodía y en la noche eran indudablemente muy prolongadas en muchas ocasiones. Aunque no sabemos exactamente el tiempo que estos santos de la Biblia pasaron en oración, tenemos indicaciones de que le dedicaron buena parte de él, y en algunas ocasiones fue su costumbre consagrarle largos periodos de la mañana.

No queremos que se piense por esto que el valor de las oraciones ha de medirse con el reloj, sino que deseamos recalcar la necesidad de estar largo tiempo a solas con Dios; si nuestra fe no ha producido este distintivo, se debe a que es una fe débil y superficial.

Los hombres que en su carácter se han asemejado a Cristo y que han impresionado al mundo con él, han sido los que han pasado tanto tiempo con Dios, que este hábito ha llegado a ser una característica notable de sus vidas. Carlos Simeón dedicaba de las cuatro a las ocho de la mañana a Dios. El Señor Wesley pasaba dos horas diarias en oración. Empezaba a las cuatro de la mañana. Una persona que le conoció bien escribía: «Tomaba la oración como su ocupación más importante, y se le veía salir después de sus devociones con una serenidad en el rostro que casi resplandecía». Juan Fletcher mojaba las paredes de su cuarto con el aliento de sus oraciones. Algunas veces oraba toda la noche; siempre, frecuentemente, con gran fervor. Toda su vida fue una vida de oración. «No me levantaré de mi asiento –decía– sin elevar mi corazón a Dios». Su saludo a un amigo era siempre: «¿Encuentro a usted orando?» La experiencia de Lutero era ésta: «Si dejo de pasar dos horas en oración cada mañana, el enemigo obtiene la victoria durante el día. Tengo muchos asuntos que no puedo despachar sin ocupar tres horas diarias de oración». Su lema era: «El que ha orado bien ha estudiado bien».

El Reverendo Leighton solía estar tanto tiempo a solas con Dios que siempre parecía encontrase en una meditación perpetua. «La oración y la alabanza constituían su ocupación y su placer», dice su biógrafo. El Reverendo Ken pasaba tanto tiempo con Dios que se decía que su alma estaba enamorada del Señor. Estaba en la presencia del Altísimo antes de que el reloj diese las tres de la mañana. El Reverendo Asbury se expresaba así: «Procuro tan frecuentemente como me es posible levantarme a las cuatro de la mañana y pasar dos horas en oración y meditación». Samuel Rutherford, cuya piedad aún deja sentir su fragancia, se levantaba por la madrugada para comunicarse con Dios en oración. Joseph Alleine dejaba el lecho a las cuatro de la mañana para ocuparse en orar hasta las ocho. Si oía que algunos artesanos habían empezado a trabajar antes de que él se levantara, exclamaba: «¡Cuán avergonzado estoy! ¿No merece mi maestro más que el de ellos?» El que conoce bien esta clase de operaciones tiene a su disposición el banco inextinguible de los cielos.

Un predicador escocés, de los más piadosos e ilustres, decía: «Mi deber es pasar las mejores horas en comunión con Dios. No puedo abandonar en un rincón el asunto más noble y provechoso. Empleo las primeras horas de la mañana, de seis a ocho, porque durante ellas no hay ninguna interrupción. El mejor tiempo, la hora después de la merienda, lo dedico solemnemente a Dios. No descuido el buen hábito de orar antes de acostarme, pero pongo cuidado en que el sueño no me venza. Cuando despierto en la noche debo levantarme y orar. Después del desayuno dedico algunos momentos a la intercesión». Este era el plan de oración que seguía Roberto McCheyne. La famosa liga de oración metodista nos avergüenza: «De las cinco a las seis de la mañana y de las cinco a las seis de la tarde, oración privada».

Juan Welch, el santo y maravilloso predicador escocés, consideraba mal empleado el día si no había dedicado ocho o diez horas de él a la oración. Tenía un batín para envolverse en la noche cuando se levantaba a orar. Lamentándose su esposa por encontrarlo en el suelo llorando, le contestaba: «¡Oh, mujer, tengo que responder por tres mil almas y no sé lo que pasa en muchas de ellas!»

CAPÍTULO 8

VALOR PARA ORAR

La oración es la más alta prueba de energía de que es capaz la mente humana; porque para orar, se requiere la concentración total de las facultades. La gran masa de hombres mundanos es absolutamente incapaz de orar. Coleridge

El Reverendo Wilson dice: «En el diario de H. Martyn me han conmovido el espíritu de oración y el tiempo y el fervor que dedicó a esta práctica».

Edward Payson desgastó las tarimas donde sus rodillas se apoyaban frecuentemente por largo tiempo. Su biografía dice: «Su insistencia continua en la oración, cualesquiera que fueran las circunstancias, es el hecho más notable de su vida, y señala el camino para todo el que quiera igualarle en eminencia. A sus oraciones ardientes y perseverantes debe atribuirse en gran parte su éxito enorme y sin interrupción».

El marqués de Renty, para quien Cristo era muy precioso, en una ocasión que se entregaba a sus devociones, indicó a su criado que le llamara después de media hora. Este, al ir a cumplir con la orden que se le había dado, vio tal expresión de santidad en el semblante del marqués que no se atrevió a hablarle. Sus labios se movían, pero en silencio. Esperó hora y media y, cuando le llamó, el marqués dijo que la media hora que había estado en comunión con Cristo le había parecido muy corta.

David Brainerd, decía: «Me agrada estar en mi choza donde puedo pasar mucho tiempo solo en la oración».

William Bramwell es famoso por su santidad personal, por su éxito maravilloso en la predicación y por las respuestas asombrosas que obtenía en sus oraciones. Oraba durante horas enteras. Casi vivía sobre sus rodillas. Al recorrer sus circuitos parecía una llama de fuego, encendida por el mucho tiempo pasado en oración. Pasaba muchas veces cuatro horas en oración continua y a solas.

El Reverendo Andrews pasaba hasta cinco horas diarias en oración.

Sir Henry Havelock empleaba las primeras dos horas del día a solas con Dios. Si el campamento se levantaba a las seis él empezaba sus oraciones a las cuatro.

Earl Carnst dedicaba todos los días una hora y media al estudio de la Biblia y a la oración antes de dirigir el culto familiar a las ocho.

El éxito del doctor Judson se atribuye al hecho de que dedicaba mucho tiempo a la plegaria. Dice sobre este punto: «Arregla tus negocios, si es posible, de manera que puedas dedicar tranquilamente dos o tres horas del día no simplemente a ejercicios devocionales sino a la oración secreta y a la comunión con Dios. Esfuérzate siete veces al día por alejarte de las preocupaciones mundanas y de las que te rodean para elevar tu alma a Dios en tu retiro privado. Empieza el día levantándote a medianoche y dedicando algún tiempo en el silencio y la oscuridad a esta obra sagrada. Que el alba te encuentre en esta misma ocupación y haz otro tanto a las nueve, a las doce, a las tres, a las seis, y a las nueve de la noche. Ten resoluciones en su causa. Haz todos los esfuerzos posibles para sostenerla. Considera que tu tiempo es corto y que no debes permitir que otros asuntos y compañías te separen de tu Dios». ¡Imposible!, decimos, ¡son instrucciones fanáticas! Pero el Dr. Judson hizo impresión en un imperio a favor de Cristo y puso los fundamentos del reino de Dios, en imperecedero granito, en el centro de Birmania (Myanmar, de la actualidad). Tuvo éxito, fue uno de los pocos hombres que conmovieron poderosamente al mundo en favor de Cristo. Otros más favorecidos en dones, genio e ilustración, no han hecho la misma impresión; su trabajo religioso ha sido como las huellas de paso en la arena, pero él ha grabado su obra sobre granito. La explicación de su profundidad y resistencia se encuentra en el tiempo que dedicó a la oración. Esta lo mantuvo al rojo vivo y Dios le impartió un poder permanente. Nadie puede hacer una obra grande y perdurable si no es un hombre de oración, y no se puede ser un hombre de oración sin dedicar mucho tiempo a esta devoción.

¿Es cierto que la oración es simplemente el cumplimiento de un hábito insensible y mecánico? ¿Es una práctica sin importancia a la cual estamos acostumbrados hasta que la convertimos en algo insípido, mezquino y superficial? «¿Es cierto que la oración es, como se presume, algo como un juego semi pasivo del sentimiento que brota lánguidamente durante los minutos en las horas de ocio?» El canónigo Liddon continúa: «Que den la respuesta los que realmente han orado. Ellos algunas veces describen la oración como la lucha que sostuvo el patriarca Jacob con un poder invisible, lucha que puede prolongarse frecuentemente en una vida fervorosa hasta altas horas de la noche o aun hasta que rompa el día. En otras ocasiones se refiere a la intercesión de Pablo como una lucha concertada. Cuando han orado han tenido los ojos fijos en el gran Intercesor la noche de Getsemaní, en las grandes gotas de sangre que caían al suelo en aquella agonía de resignación y sacrificio. La importunidad es la esencia de la oración eficaz. La importunidad no significa dejar vagar la mente sino tener una obra sostenida. Por medio de la oración, especialmente, el reino de los cielos sufre violencia y los valientes lo arrebatan. Como dijo el Reverendo Hamilton: «Ningún hombre podrá hacer mucho bien con la oración si no principia por mirarla a la luz de una obra para la cual se prepara o en la que persevera con el afán de ponernos en los asuntos que en nuestro concepto son los más interesantes y los más necesarios».

CAPÍTULO 9

EL PRIMER DEBER

Mi deber es orar antes de ver a ninguna persona. A menudo, cuando duermo hasta muy tarde, o recibo visitas en las primeras horas de la mañana, no puedo empezar mi oración antes de las once o las doce. Este es un mal sistema. Es contrario a la Escritura. Cristo se levantaba antes de que amaneciera e iba a un lugar solitario. David dice: «De mañana mi oración se presentará delante de ti». «Oh Jehová, de mañana oirás mi voz».

La oración familiar pierde mucho de su poder y dulzura y me siento incapaz de hacer algún bien a los que me buscan. La conciencia se siente culpable, el alma insatisfecha, la lámpara no está arreglada. La oración secreta resulta fuera de tono. Creo que es mucho mejor comenzar el día con Dios –buscar su rostro, poner mi alma cerca de él antes que de ningún otro. Robert McCheyne

Los hombres que han hecho para Dios una buena obra en el mundo son los que han estado desde temprano sobre sus rodillas. El que desperdicia lo mejor de la mañana, su oportunidad y frescura, en otras ocupaciones más que en buscar a Dios, hará pocos progresos para acercarse a él en el resto del día. Si Dios no ocupa el primer lugar en nuestros esfuerzos y pensamientos por la mañana, ocupará el último lugar en lo restante del día.

Detrás de este levantarse temprano para orar, se encuentra el deseo ardiente que nos impulsa a comunicarnos con Dios. El descuido demostrado por la mañana es indicio de un corazón indiferente. El corazón que se retrasa para buscar a Dios por la mañana ha perdido su agrado en él. David tenía hambre y sed de Dios y por esto lo buscaba temprano, antes del alba. El lecho y el sueño no encadenaban su alma en su afán de buscar a Dios. Cristo ansiaba la comunión con el Padre, y por eso antes de que amaneciera se iba al monte a orar. Los discípulos, cuando despertaban avergonzados por su negligencia, sabían dónde encontrarlo. Si recorremos los nombres de los que han conmovido al mundo a favor de las causas piadosas, encontramos que buscaron a Dios muy de mañana.

Un deseo por Dios que no pueda romper las cadenas del sueño es algo débil que hará poco que realmente valga para Dios.

No es simplemente el levantarse temprano lo que pone a los hombres al frente y los hace generales en jefe de las huestes de Dios, sino el deseo ardiente que agita y rompe las cadenas de la condescendencia consigo mismo. El saltar temprano del lecho da salida y aumento y fuerza al deseo, de otra manera éste se apaga. El deseo los despierta, y esta tensión por Dios, este cuidado de apresurarse a la llamada hace que la fe se afiance en Dios y que el corazón obtenga la más dulce y completa revelación. La fuerza de esta fe y la plenitud de esta revelación hace santos eminentes, cuya aureola de santidad llega hasta nosotros para que participemos de sus conquistas. Pero sólo nos contentamos con disfrutarlas no con reproducirlas. Edificamos sus tumbas y escribimos sus epitafios, pero ponemos poco cuidado en seguir su ejemplo.

Necesitamos una generación de predicadores que busquen a Dios de mañana, que den a Dios la frescura y el rocío de su esfuerzo para que tengan en recompensa la abundancia de su poder que les dará gozo y fortaleza en medio del calor y el trabajo del día. Nuestra pereza en los asuntos de Dios es el pecado de que adolecemos. Los hijos de este mundo son más sabios que nosotros. Están en sus negocios desde que amanece hasta que anochece. Nosotros no buscamos a Dios con ardor y diligencia. Ningún hombre ni ninguna alma se afianza en Dios si no lo sigue con tesón desde las primeras horas del día.

CAPÍTULO 10

La oración CREADORA DE DEVOCIÓN

Existe en la actualidad una falta manifiesta de espiritualidad en el ministerio. Lo siento en mi propio caso y lo veo en otros. Temo que la condición de nuestra mente sea demasiado artificiosa, mezquina e integrante. Nos preocupamos más de lo debido en complacer los gustos de un hombre y los prejuicios de otro. El ministerio es sublime y puro y debe encontrar en nosotros hábitos sencillos de espíritu y una indiferencia santa pero humilde para todas las consecuencias. El defecto principal en los ministros cristianos es la falta de hábitos devocionales. Richard Cecil

Nunca ha habido una necesidad más urgente de hombres y mujeres consagrados, pero aún más imperativa es la demanda de predicadores santos y devotos de Dios. El mundo se mueve con pasos agigantados. Satán mantiene su dominio y gobierno del mundo y se afana para que todos sus actos sirvan a sus fines. La religión debe hacer su mejor obra, presentar sus modelos más atractivos y perfectos. Por todos los medios los santos modernos deben inspirarse en los ideales más elevados y en las más grandes posibilidades por el Espíritu. Pablo vivió sobre sus rodillas para que la iglesia de Éfeso pudiera comprender la altura y la anchura y la profundidad de una santidad inmensurable, para que fuera llena «de toda la plenitud de Dios». Epafras se entregó a obra consumidora y al conflicto tenaz de la oración ferviente, para que los de la iglesia de Colosas pudieran estar «firmes, perfectos y completos en todo lo que Dios quiere». En todas partes, en los tiempos apostólicos, se tenía el intenso anhelo de que todo el pueblo de Dios pudiera llegar a la «Unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo». Ningún premio se otorgaba a los enanos; no se fomentaba la niñez retardada. Los bebés tenían que crecer; los ancianos, lejos de mostrase débiles y enfermizos, fructificarían en la vejez, estarían corpulentos y florecientes. Lo más divino en la religión son los hombres y mujeres que se distinguen por su santidad.

Ninguna cantidad de dinero, genio o cultura puede hacer progresar el reino de Dios. La santidad dando energía al alma, haciendo arder a todo el hombre con amor, con deseo de más fe, más oración, más celo, más consagración, éste es el secreto del poder. Hombres así necesitamos, que sean la encarnación de una devoción encendida por Cristo. Cuando faltan, el avance de Dios se estaciona, su causa se debilita y su nombre se desmerece. El genio (aun la más inteligente y refinada), la posición, la dignidad, el rango, el cargo, los nombres privilegiados, los títulos eclesiásticos ilustres, no pueden mover el carro de nuestro Dios. Por ser de fuego sólo pueden empujarlo fuerzas ígneas. El genio de un Milton Fracasa. La fuerza imperial de un león falla. Pero el espíritu de un Brainerd le pone en movimiento. El espíritu de Brainerd estaba encendido por Dios para hacer arder las almas. Nada terrenal, mundano, egoísta, abatió en lo más mínimo la intensidad de la fuerza y la llama que impele y lo consume todo.

La oración es la creadora y el canal de la devoción. El espíritu de la devoción es la oración. La oración y la devoción están unidas como el alma y el cuerpo, como la vida y el corazón. No hay verdadera oración sin devoción, ni devoción sin oración. El predicador debe estar rendido a Dios en la devoción más santa. No es un profesional. Su ministerio no es una profesión; es una institución divina, una devoción divina. Está consagrado a Dios. Sus propósitos, sus aspiraciones y ambiciones son de Dios y para Dios, y a fin de lograr esto la oración es tan esencial como el alimento para la vida.

El predicador, sobre todas las cosas, debe estar consagrado a Dios. Las relaciones del predicador con Dios deben ser la insignia y las credenciales de su ministerio. Estas deben ser claras, conclusivas, inequívocas. El tipo de su piedad ha de estar exento de superficialidad y vulgaridad. Si no excede en la gracia no podrá sobresalir en ningún sentido. Si no predica por su vida, carácter y conducta, su predicación es vacía. Si su piedad es ligera, su predicación podrá ser tan suave y dulce como la música, tan hermosa como Apolo, pero su peso será como el de una pluma, visionaria, flotante, como la nube o el rocío de la mañana. La devoción a Dios no tiene sustituto en el carácter y la conducta del predicador. La devoción a una iglesia, a las opiniones, a una organización, es despreciable, equivocada y vana, cuando se convierte en la fuente de inspiración, en el ánimo de una llamada. Dios ha de ser el motivo principal del esfuerzo del predicador, la fuente y la corona de toda su labor. Todo su afán ha de ser el nombre y la gloria de Jesucristo y el avance de su causa. El predicador no ha de tener otra inspiración que el nombre de Jesucristo, otra ambición que glorificarlo, ninguna labor excepto para él. Entonces la oración será el venero de su iluminación, el medio de adelanto perpetuo, la medida de su éxito. El único y constante anhelo que el predicador puede acariciar es tener a Dios con él.

Nunca como en la actualidad ha necesitado la causa de Dios perfectas ilustraciones de las posibilidades de la oración. Ni las épocas ni las personas pueden ser ejemplos del poder del evangelio, excepto que sean personas y épocas de profunda y ferviente oración. Sin ésta, las generaciones tendrán escasos modelos del poder divino y los corazones nunca se elevarán a las alturas. Un siglo puede ser mejor que el pasado, pero hay una distancia infinita entre el mejoramiento de una época por la fuerza de la civilización que avanza y su mejoramiento por el crecimiento en santidad y en semejanza a Cristo por medio de la energía de la oración. Los judíos fueron mucho mejores cuando vino Cristo que en los tiempos anteriores. Pero fue también la edad de oro de la religión farisaica. La edad de oro religiosa crucificó a Cristo. Nunca más oración y menos oración; nunca más sacrificios y menos sacrificios; nunca menos idolatría y más idolatría; nunca más devoción por el templo y menos culto para Dios; nunca más servicio de labios y menos servicio del corazón (¡Se adoraba a Dios con los labios, y el corazón y las manos crucificaban al Hijo de Dios!), nunca más asistencia a la iglesia y menos santidad.

La fuerza de la oración hace santos. Los caracteres santos se forman por el poder de la oración genuina. Más santos verdaderos significa más oración; más oración significa más santos verdaderos.

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