© 2025 Dr. Jorge Oscar Sánchez | Instituto de Liderazgo Cristiano
Es necesario que la comunión con Cristo sea una comunión creciente. Siempre encontramos cortinas por descorrer, que antes no eran visibles, y nuevos pliegues de amor en él. Desespero de llegar a la total comprensión de ese amor, tiene tantas complicaciones. Por tanto, cava profundamente, suda, trabaja y afánate por él, y aparta cuanto más tiempo del día te sea posible para la oración. El que lucha, vence. Samuel Rutherford
Dios tiene y ha tenido muchos de estos predicadores devotos. Hombres en cuya vida la oración fue una fuerza poderosa, controladora y conspicua. El mundo ha sentido su poder, Dios los ha honrado y su causa ha progresado rápidamente por medio de las oraciones de sus siervos cuya santidad ha brillado en sus caracteres con divina refulgencia.
Dios encontró uno de los hombres que buscaba en David Brainerd, cuya obra y nombre han pasado a la historia. No era un hombre mediocre, sino capaz de brillar en cualquier grupo de personas así fueran sabias y distinguidas, eminentemente capacitado para ocupar los púlpitos más atrayentes y para trabajar entre la sociedad culta y refinada que ansiaba tenerlo como pastor. Jonathan Edwards da testimonio de que era “un joven de talento sobresaliente, con un conocimiento extraordinario de los hombres y de las cosas, profundamente versado en teología para su edad, especialmente en todos los asuntos relacionados con la religión experimental. Ninguno de su edad le igualó en las nociones claras y precisas de la naturaleza y esencia de la verdadera religión. Su actitud en la oración era inimitable, de tal manera que rara vez se ha conocido algo semejante. Su ilustración era considerable y tenía dotes extraordinarias para el púlpito”.
Ninguna historia más sublime se ha registrado en los anales del mundo que la de David Brainerd; ningún milagro confirmó con una fuerza más divina la verdad del cristianismo que la vida y obra de ese hombre. Solo en las selvas feraces de América, luchó día y noche con una enfermedad mortal, se privó de la cultura intelectual ocupado en el cuidado de almas; su acceso a los indios durante gran parte del tiempo se realizaba únicamente por el tosco medio de un intérprete pagano, pero con la Palabra de Dios en el corazón y en la mano, el alma encendida con la llama divina y un sitio y un tiempo apartados para derramar su alma a Dios en oración, estableció ampliamente el culto de Dios y logró todos sus buenos resultados. Los indios sufrieron un gran cambio, desde el más bajo embrutecimiento de un paganismo ignorante y degenerado hasta un cristianismo puro, devoto e inteligente; todos los vicios corregidos, los deberes cristianos externos aceptados y practicados; el establecimiento de la oración familiar; el día de descanso instituido y religiosamente observado; las gracias internas de la religión manifestada en toda su fuerza y dulzura.
El secreto de estos resultados se encuentra en el propio David Brainerd, no en las condiciones o accidentes sino en el hombre mismo. Fue un hombre de Dios y consagró a él todo su tiempo Dios se mostró en su vida sin estorbo alguno. La omnipotencia de gracia nunca fue detenida o dificultada por las condiciones de su corazón; el paso estaba allanado para que Dios con sus fuerzas poderosas bajara al desierto inculto y sin esperanza para transformarlo en jardín floreciente y fructífero. Nada es demasiado difícil para Dios si encuentra al hombre a propósito para colaborar con él.
La vida de Brainerd fue de santidad y de oración. Su diario está lleno con el testimonio a veces monótono de sus temporadas de ayuno, meditación y retiro. El tiempo que dedicaba a la oración privada ascendía a varias horas durante el día. “Cuando regreso a casa –decía– y me entrego a la meditación, a la oración y el ayuno, mi alma desea experimentar mortificación, abnegación, humildad y separación de todas las cosas del mundo”. “Nada tengo que hacer con la tierra –continúa– solamente trabajar honradamente en ella por Dios. No deseo vivir ni un minuto por lo que la tierra puede ofrecer”.
De esta manera tan elevada oraba: “Habiendo experimentado la dulzura de la comunión con Dios y la fuerza de su amor, y cuan admirablemente cautiva el alma y centraliza Dios todos los afectos y anhelos, aparto este día para el ayuno y la oración privada para rogar a Dios me bendiga y dirija en la gran obra que tengo delante de mí de predicar el evangelio y que el Señor se vuelva a mí y me muestre la luz de su presencia. Hacia mediodía tenía poca vida y fuerzas. En la tarde Dios me capacitó para luchar ardientemente en intercesión por mis amigos ausentes y en la noche el Señor me visitó de una manera maravillosa en oración. Creo que mi alma nunca había sufrido tanta agonía. No sentí más las limitaciones porque los tesoros de la gracia divina fueron abiertos para mí. Intercedí por mis amigos ausentes, por la cosecha de almas, por las multitudes de pobres almas e individualmente por muchos que pensaba yo que eran hijos de Dios en lugares distantes. Estuve en tal agonía desde que salió el sol hasta que se ocultó, que estaba cubierto de sudor, y sin embargo, me parecía que no había hecho nada. ¡Mi querido Salvador sudó gotas de sangre por las pobres almas! Ansiaba más compasión hacia ellas. Luego me sentí tranquilo, en un suave estado de alma, con la sensación de la gracia y el amor divino y en estas condiciones me acosté con el corazón puesto en Dios”. La oración dio a la vida y ministerio de este hombre su maravilloso poder.
Los hombres de oración poderosa son hombres de fuerza espiritual. Las oraciones nunca mueren. Brainerd, de día y noche oraba. Antes y después de predicar oraba. Cabalgando entre las soledades interminables de la selva oraba. Sobre su lecho de paja o alejado en los espesos y abandonados bosques oraba. Hora tras hora, día tras día, en la mañana temprano y a las altas horas de la noche oraba y ayunaba, derramando su alma en intercesión y comunión con Dios. Era poderoso ante Dios por la oración y Dios lo empleó poderosamente, de manera que estando muerto aún habla y labora, y así continuará hasta el fin y entre los glorificados en el gran día él será uno de los primeros.
Jonathan Edwards dice de él: “Su vida muestra el camino del éxito en la obra del ministerio. Lo buscaba como el soldado busca la victoria en un sitio o en una batalla; o el hombre que toma parte en una carrera para obtener un gran premio. Animado por el gran amor de Cristo y de las almas, ¿cómo trabajó? Siempre fervientemente. No sólo en palabra y en doctrina, en público y en privado, sino en oraciones de día y de noche, luchó con Dios con gemidos angustiosos y agonías, hasta que Cristo se posesionó del corazón de la gente a quien fue enviado. Como un verdadero hijo de Jacob perseveró en la lucha durante las tinieblas de la noche hasta que el día amaneció.
Porque nada llega al corazón sino lo que es del corazón y nada penetra en la conciencia sino lo que proviene de una conciencia viviente. William Penn
Por la mañana me ocupaba más de preparar la cabeza que el corazón. Este ha sido mi error frecuente y siempre he resentido el mal que me ha causado especialmente en la oración. ¡Refórmame, oh Señor! Ensancha mi corazón y predicaré. Robert McCheyne
Un sermón que contiene más de la cabeza que del corazón no encontrará albergue en las almas de los oyentes. Richard Cecil
La oración con sus fuerzas múltiples de aspectos variados ayuda a la boca para emitir la verdad con su plenitud y libertad. El predicador necesita de la oración; estar formado por ella. Unos labios santos y valientes son el resultado de mucha oración. La iglesia y el mundo, la tierra y el cielo deben mucho a la boca de Pablo y éste a la oración. La oración es ilimitable, multiforme, valiosa, útil al predicador en todos sentidos y en todos los puntos. Su valor principal es la ayuda que da a su corazón. La oración hace sincero al predicador. La oración pone el corazón del predicador en todos los puntos. Su valor principal es la ayuda que da a su corazón. La oración hace sincero al predicador. La oración pone el corazón del predicador en su sermón; la oración pone el sermón en el corazón del predicador. El corazón hace al predicador. Los hombres de gran corazón suelen ser grandes predicadores. Los de corazón malo pueden hacer algo bueno, pero esto es raro. El asalariado y el extraño pueden ayudar a la oveja en alguna forma, pero es el Buen Pastor quien beneficia a la oveja y ocupa en toda la medida y el lugar que le ha asignado el Maestro.
La gran falta de esta época no está en la carencia de cultura de la cabeza sino de cultura del corazón; no es falta de conocimiento sino de santidad; nuestro defecto principal y lamentable no es que no sepamos demasiado, sino que no meditamos lo suficiente en Dios y en su Palabra; que no hemos velado, ayunado y orado lo debido. El corazón es el que pone obstáculos en la predicación. Las palabras impregnadas con la verdad divina encuentran corazones no conductores; se detienen y caen vanas y sin poder. ¿Puede la ambición que ansía alabanza y posición predicar el evangelio de aquel que se anonadó a sí mismo, tomando forma de siervo? ¿Puede el orgulloso, el vanidoso, el pagado de sí mismo predicar el evangelio de aquel que fue manso y humilde? ¿Puede el iracundo, el apasionado, el egoísta, el endurecido, el mundano, predicar el sistema que rebosa sufrimiento, abnegación, ternura, que imperativamente demanda alejamiento de la maldad y crucifixión al mundo? ¿Puede el asalariado oficial, sin amor, superficial, predicar el evangelio que demanda del pastor dar su vida por las ovejas? ¿Puede el ambicioso que se preocupa por el salario y el dinero, predicar el evangelio sin que Dios haya dominado su corazón?
La revelación de Dios no necesita la luz del genio humano, el lustre y la fuerza de la cultura humana, el brillo del pensamiento humano, el poder del cerebro humano para adornarla o vigorizarla; sino que demanda la sencillez, la docilidad, la humildad y la fe de un corazón de niño. Por esta renunciación y subordinación del intelecto y del genio a las fuerzas divinas y espirituales, vino a ser Pablo inimitable entre los apóstoles. Esto dio también a Wesley su poder y fijó hondamente su labor en la historia de la humanidad. Nuestra gran necesidad es la preparación del corazón. Lutero sostenía como axioma que “quien ha orado bien ha estudiado bien”. No decimos que los hombres no han de pensar ni usar su inteligencia; pero emplea mejor su mente el que cultiva más su corazón. No decimos que los predicadores no han de ser estudiosos, sino que su principal libro de estudio ha de ser la Biblia y la estudia mejor si ha guardado su corazón con diligencia. No decimos que el predicador no ha de conocer a los hombres, sino que estará más profundizado en la naturaleza humana el que ha sondeado los abismos y las perplejidades de su propio corazón. Decimos que, aunque el canal de la predicación es la mente, la fuente es el corazón; aunque el canal sea amplio y profundo si no se tiene cuidado de que la fuente sea pura y honda, aquél estará sucio y seco. Decimos que por lo general cualquier hombre con una inteligencia común tiene sentido suficiente para predicar el evangelio, pero pocos tienen la gracia para esto. Decimos que el que ha luchado por su propio corazón es el que lo ha vencido; que ha cultivado la humildad, la fe, el amor, la verdad, la misericordia, la simpatía y el valor; quien puede vaciar sobre la conciencia de los oyentes los ricos tesoros de un corazón educado de esta manera, a través de una inteligencia vigorosa y todo encendido con el poder del evangelio, éste será el predicador más sincero y con más éxito en la estimación de su Señor.
Habla por la eternidad. Sobre todas las cosas cultiva tu propio espíritu. Una palabra que hables con tu conciencia clara y tu corazón lleno del Espíritu de Dios vale diez mil palabras enunciadas en incredulidad y pecado. Recuerda que hay que dar gloria a Dios y no al hombre. Si el velo de la maquinaria del mundo se levantara, cuánto encontraríamos que se ha hecho en respuesta a las oraciones de los hijos de Dios. Robert McCheyne
La unción es la cualidad indefinible e indescriptible que un antiguo y renombrado predicador escocés describe de esta manera: “En ocasionas hay algo en la predicación que no puede aplicarse al asunto o a la expresión, ni puede explicarse lo que es ni de dónde viene, pero con una dulce violencia taladra el corazón y los afectos y brota directamente del Señor. Si hay algún medio de obtener este don es por la disposición piadosa del ardor”.
La llamamos unción. Esta unción es la que hace Palabra de Dios “Viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hebreos 4:12). Esta unción es la que da a las palabras del predicador precisión, agudeza y poder y la que agita y despierta las congregaciones muertas. Las mismas verdades han sido dichas en otras ocasiones con la misma exactitud de la letra, han sido suavizadas con el aceite humano; pero no ha habido señales de vida, no ha habido latido del pulso; todo ha permanecido quieto como el sepulcro y como la muerte. Pero si el predicador recibe el bautismo de esta unción, el poder divino está en él, la letra de la Palabra ha sido embellecida y encendida por esta fuerza misteriosa, y empiezan las palpitaciones de la vida, la vida que recibe a la vida que resiste. La unción penetra y convence la conciencia y quebranta el corazón.
Esta unción divina es el rasgo que separa y distingue la genuina predicación del evangelio de todos los otros métodos de presentar la verdad que abren un abismo espiritual entre el predicador que la posee y el que no la tiene. La verdad revelada está apoyada e impregnada por la energía divina. La unción sencillamente pone a Dios en su palabra y en su predicador. Por medio de una grande, poderosa y continua devoción la unción se hace potencial y personal para el predicador; inspira y clarifica su inteligencia, le da intuición, dominio y poder; imparte al predicador energía del corazón que es de más valor que la energía intelectual; por ella brotan de su corazón la ternura, la pureza, la fuerza. Esta unción produce los frutos de amplitud de miras, libertad, pensamiento vigoroso, expresión sencilla y directa.
A menudo se confunde el fervor con esta unción. El que tiene la unción divina será fervoroso en la misma naturaleza espiritual de las cosas, pero puede haber una gran cantidad de fervor sin la más leve mezcla de unción. El fervor y la unción se parecen desde algunos puntos de vista. El entusiasmo puede fácilmente confundirse con la unción. Se requiere una visión espiritual y un sentido espiritual para discernir la diferencia.
El entusiasmo puede ser sincero, formal, ardiente y perseverante. Emprende un fin con buena voluntad, lo sigue con constancia y lo recomienda con empeño; pone fuerza en él. Pero todas estas fuerzas no van más alto que lo mero humano. El hombre está en ellas, todo lo que es el hombre completo de voluntad y corazón, de cerebro y genio, de voluntad, de trabajo y expresión hablada. Él se ha fijado un propósito que lo ha dominado y se esfuerza por alcanzarlo. Puede ser que en sus proyectos no haya nada de Dios o haya muy poco por contener tanto del hombre. Hará discursos en defensa de su propósito ardiente que agraden, enternezcan o anonaden con la convicción de su importancia; y sin embargo, todo este entusiasmo puede ser impulsado por fines terrenales, empujado únicamente por fuerzas humanas; su altar hecho mundanamente y su fuego encendido por llamas profanas. Se dice de un famoso predicador de mucho talento que construía la Escritura tan a su modo, que se “hizo muy elocuente sobre su propia exégesis”. Así los hombres se hacen excesivamente solícitos en sus propios planes o acciones. Algunas veces el entusiasmo es egoísmo disimulado.
¿Qué es unción? Es lo indefinible que constituye una predicación. Es lo que distingue y separa la predicación de todos los discursos meramente humanos. Es lo divino en la predicación. Hace la predicación severa para el que necesita rigor; destila como el rocío para los que necesitan ser confortados. Está bien descrita como una “espada de dos filos, templada por el cielo, que hace doble herida, una muerte al pecado, otra de vida al que lamenta su maldad; provoca y aplaca la lucha, trae conflicto y paz al corazón”. Esta unción desciende al predicador no en su oficina sino en su retiro privado. Es la destilación del cielo en respuesta a la oración. Es la exhalación más dulce del Espíritu Santo. Impregna, difunde, suaviza, filtra, corta y calma. Lleva la Palabra como dinamita, como sal, como azúcar; hace de la Palabra un confortador, un acusador, un escrutador, un revelador; hace al creyente un culpable o un santo, lo hace llorar como un niño y vivir como un gigante; abre su corazón y su bolsillo tan dulcemente y al mismo tiempo tan fuertemente como la primavera abre sus hojas. Esta unción no es el don del genio. No se encuentra en las salas de estudio. Ninguna elocuencia puede traerla. Ninguna industria puede logarla. No hay manos episcopales que puedan conferirla. Es el don de Dios, el sello puesto a sus mensajeros. Es el grado de nobleza impartido a los fieles y valientes escogidos que han buscado el honor del ungimiento por medio de muchas horas de oración esforzada y llena de lágrimas.
El entusiasmo es bueno e impresionante; el genio es grande y hábil. El pensamiento enciende e inspira, pero se necesita el don más divino, una energía más poderosa que el genio, la vehemencia o el pensamiento para romper las cadenas del pecado, para convertir a Dios los corazones extraviados y depravados, para reparar las brechas y restaurar la iglesia a sus antiguas prácticas de pureza y poder. Sólo la unción santa puede lograr esto.
Todos los esfuerzos del ministro serán vanidad o peor que vanidad si no tiene unción. La unción debe bajar del cielo y esparcirse como un perfume dando sabor, sensibilidad y forma a su ministerio; y entre los otros medios de preparación para su cargo, la Biblia y la oración deben tener el primer lugar, y también debemos terminar nuestro trabajo con la Palabra de Dios y la oración. Richard Cecil
En el sistema cristiano la unción es la acción del Espíritu Santo por la cual aparta a los hombres para la obra de Dios y los habilita para ella. Esta unción es la única cosa divina que capacita, por la cual el predicador logra los fines peculiares y salvadores de la predicación. Sin esta unción no se obtienen verdaderos resultados espirituales; los efectos y fuerzas de la predicación no exceden a los resultados de la palabra no consagrada. Sin unción ésta tiene tanta potencia como la del púlpito.
La unción divina sobre el predicador genera por medio de la Palabra de Dios los resultados espirituales que emanan del evangelio; y sin esta unción no se consiguen tales resultados. Se produce una impresión agradable pero muy lejos de los fines de la predicación del evangelio. La unción puede ser simulada. Hay muchas cualidades que se le parecen, hay muchos resultados que se asemejan a sus efectos, pero que son extraños a sus resultados y a su naturaleza. El fervor o el enternecimiento causados por un sermón patético o emocional pueden parecerse al efecto de la unción divina, pero no tienen la fuerza punzante que penetra y quebranta el corazón. No hay bálsamo que cure el alma en este enternecimiento exterior que obra por emoción y por simpatía; su resultado no es radical, no escudriña, no sana del pecado.
Esta unción divina es el único rasgo de distinción, que separa la predicación del verdadero evangelio de todos los otros métodos de presentarlo, que refuerza y penetra la verdad revelada con todo el poder de Dios. La unción ilumina la Palabra, ensancha y enriquece el entendimiento capacitándola para asirla y afianzarla. Prepara el corazón del predicador y lo pone en esa condición de ternura, pureza, fuerza y luz que es necesaria para obtener los resultados más satisfactorios. Esta unción da al predicador libertad y amplitud de pensamiento y de alma, una independencia, vigor y exactitud de expresión que no pueden lograrse por otro proceso.
Sin esta unción sobre el predicador, el evangelio no tiene más poder para propagarse que cualquier otro sistema de verdad. Este es el sello de su divinidad. La unción en el predicador pone a Dios en el evangelio. Sin la unción, Dios está ausente y el evangelio queda a merced de las fuerzas mezquinas y débiles que la ingenuidad, interés o talento de los hombres pueden planear para recomendar y proyectar sus doctrinas.
En este elemento falla el púlpito más que en cualquier otro. Fracasa precisamente en este punto importantísimo. Posee conocimientos, talento y elocuencia, sabe agradar y encantar, atrae a multitudes con sus métodos sensacionales; el poder mental imprime y hace cumplir la verdad con todos sus recursos; pero sin esta unción, todo esto será como el asalto de las aguas sobre Gibraltar. La espuma cubre y resplandece; pero las rocas permanecen quietas, sin conmoverse, inexpresivas. Tan difícil es que las fuerzas humanas puedan arrancar del corazón la dureza y el pecado como el oleaje continuo del océano es impotente para arrebatar las rocas. Esta unción es la fuerza que consagra y su presencia una prueba constante de esa consagración. El ungimiento divino del predicador asegura su consagración a Dios y a su obra. Otras fuerzas y motivos pueden haberlo llamado al ministerio, pero solamente aquello puede ser consagración. Una separación para la obra de Dios por el poder del Espíritu Santo es la única consagración reconocida por Dios como legítima.
Esta unción, este ungimiento celestial es lo que el púlpito necesita y debe demostrar en abundancia. Este aceite divino y celestial derramado por la imposición de manos de Dios, tiene que suavizar y lubricar al individuo –corazón, cabeza y espíritu– hasta que lo aparta con una fuerza poderosa de todo lo que es terreno, secular, mundano, de los fines y motivos egoístas para dedicarlo a todo lo que es puro y divino.
La presencia de esta unción sobre el predicador crea conmoción y actividad en muchas congregaciones. Las mismas verdades han sido dichas con la exactitud de la letra sin que se vea ninguna agitación, sin que se sienta ninguna pena o pulsación. Todo está quieto como un cementerio. Viene otro predicador con esta misteriosa influencia; la letra de la Palabra ha sido encendida por el Espíritu, e inmediatamente se perciben las angustias de un movimiento poderoso, es la unción que penetra y despierta la conciencia y quebranta el corazón. La predicación sin unción endurece, seca, irrita, mata todo.
La unción no es el recuerdo de una era del pasado; es un hecho presente, realizado, consciente. Pertenece a la experiencia del hombre tanto como a su predicación. Es la que lo transforma a la imagen de su divino Maestro y le da el poder para declarar las verdades de Cristo. Es tanta su fuerza en el ministerio que sin ella todo parece débil y vano, y por su presencia compensa la ausencia de todas las otras potencialidades.
Esta unción no es un don inalienable. Es un don condicional que puede perpetuarse y aumentarse por el mismo proceso con que se obtuvo al principio; por incesante oración a Dios, por vivo deseo de Dios, por estimar esta gracia, por buscarla con ardor incansable, por considerar todo como pérdida y fracaso si falta.
¿Cómo y de dónde viene esta unción? Directamente de Dios en respuesta a la oración. Solamente los corazones que oran están llenos con este aceite santo; los labios que oran están llenos con este aceite santo; los labios que oran son los únicos ungidos con esta unción divina. La oración, y mucha oración, es el precio de la unción en la predicación y el requisito único para conservarla. Sin oración incesante la unción nunca desciende hasta el predicador. Sin perseverancia en la oración, la unción, como el maná guardado en contra del prevenido, cría gusanos.
Dadme cien predicadores que no teman más que al pecado, que no deseen más que a Dios, no importa si son clérigos o laicos; solamente ellos conmoverán las puertas del infierno y establecerán el reino de los cielos sobre la tierra. Dios no hace nada sino en respuesta a la oración. Juan Wesley
Los apóstoles conocían la necesidad y el valor de la oración para su ministerio. Ellos sabían que su gran comisión como apóstoles, en lugar de relevarlos de la necesidad de la oración, los obligaba con más urgencia a ella; de modo que eran excesivamente celosos en conservar su tiempo para ese trabajo y que nada les impidiese orar como debían. Por esa razón establecieron laicos que atendieran los deberes delicados y absorbentes de ministrar a los pobres, para que ellos (los apóstoles) pudieran, sin impedimento, “persistir en la oración y en el ministerio de la palabra”(Hechos 6:1-7). Los apóstoles asignaron a la oración el primer lugar y la relación que le atribuyeron fue de las más fuertes, “persistir” (entregarse a ella), estar ocupados y rendidos a la oración con fervor, con empeño y dedicación. ¡Con cuanta santidad los hombres apostólicos se dedicaron a esta obra divina de la oración!
“Orando en todo tiempo”, es la opinión en que coincide la devoción apostólica… ¡Cómo estos predicadores del Nuevo Testamento se entregaron por completo a la oración! Los santos apóstoles no se imaginaban vanamente que habían cumplido sus altos y solemnes deberes con interpretar fielmente la Palabra de Dios, sino que fijaban su predicación por medio del ardor y la insistencia de sus plegarias. La oración apostólica era tan exigente, tan laboriosa e imperativa, como la predicación apostólica. Oraban mucho de día y de noche para conducir a su pueblo a las regiones más altas de fe y de santidad. Oraban mucho más para mantenerlos en esta elevada altura espiritual. El predicador que nunca ha aprendido en la escuela de Cristo el arte superior y divino de la intercesión por su pueblo, nunca aprenderá el arte de la predicación aunque se vacíen sobre él toneladas de homilética y aunque posea el genio más elevado para hacer y exponer sermones.
Las oraciones de los santos líderes apostólicos han influido mucho para el perfeccionamiento de los que no tienen el privilegio de ser apóstoles. Si los líderes de la iglesia en años posteriores hubieran sido tan cumplidos y fervientes en la oración por su pueblo como lo fueron los apóstoles, los tiempos tristes de la mundanalidad y apostasía no habrían echado un borrón en la historia que eclipsó la gloria y detuvo el avance de la iglesia. La oración apostólica hace santos apostólicos de los tiempos apostólicos y preserva en la iglesia la pureza y el poder.
¡Qué elevación de alma, qué limpidez y excelsitud de motivo, qué abnegación y sacrificio, qué intensidad de esfuerzo, qué ardor de espíritu, qué tacto divino, se requieren para ser un intercesor de los hombres!
El predicador tiene que entregarse a la oración por su pueblo, no simplemente para que sea salvado, sino para que sea salvado poderosamente. Los apóstoles se postraban en oración para que sus santos fueron hechos perfectos; no para que se sintieran ligeramente inclinados a Dios sino para “que fueran llenos de toda la plenitud de Dios”. Pablo no se apoyaba en su predicación para conseguir este fin, antes “por esta causa doblaba sus rodillas al Padre de Nuestro Señor Jesucristo”. La oración de Pablo conducía a sus convertidos más allá en el camino de la santidad que su misma predicación. Epafras hizo tanto o más con sus oraciones por los santos de Colosas que por medio de su predicación. Se esforzó fervientemente, siempre en oración, para que “permanecieran perfectos y completos en toda la plenitud de Dios”.
Los predicadores son preeminentemente los guías del pueblo de Dios. Son responsables de manera principal de la condición de la iglesia; moldean su carácter, dan expresión a su vida. Mucho depende de estos líderes, ellos dan forma a los tiempos y a las instituciones. La iglesia es divina, el tesoro que encierra es celestial, pero lleva el sello humano. El tesoro está en vasos terrenos y toma el sabor de la vasija. La iglesia de Dios hace a sus líderes o es hecha por ellos; sea que la iglesia los haga, o bien que sea hecha por ellos, la iglesia será lo que son sus líderes: espiritual si ellos lo son, mundana si lo son ellos, unida si ellos lo están. Los reyes de Israel imprimieron su carácter sobre la piedad del pueblo. Una iglesia rara vez se rebela en contra o se eleva por encima de la religión de sus guías. Los líderes muy espirituales, que guían con energía santa, son prueba del favor de Dios; el desastre, la falta de vigor, siguen la estela de los líderes débiles o mundanos. Israel había sufrido un gran descenso cuando Dios le dio niños por príncipes y bebés por gobernantes. Ningún estado de prosperidad producen los profetas cuando los niños oprimen al Israel de Dios y las mujeres lo gobiernan. Los tiempos de genuina dirección espiritual son tiempos de grande prosperidad para la iglesia.
La oración es una de las características principales de una fuerte dirección espiritual. Los hombres de oración poderosa son hombres de energía que plasman los acontecimientos. Su poder para con Dios es el secreto de sus conquistas.
¿Cómo puede predicar un hombre sin obtener en su estudio un mensaje directo de Dios? ¡Ay de los labios del predicador que no son tocados por esa llama del altar! Las verdades divinas nunca brotarán con poder de esos labios secos y sin unción. En lo que concierne a los intereses reales de la religión, un púlpito sin oración será siempre estéril.
Un hombre puede predicar sin oración de una manera oficial, agradable y elocuente, pero hay una distancia inconmensurable entre esta clase predicación y la siembra de la preciosa semilla con manos santas y corazón empapado de angustia y oración. Un ministerio sin oración es el agente funerario de la verdad de Dios y de la iglesia de Dios. Aunque tenga un ataúd costoso y las más hermosas flores no es más que un funeral a pesar de los bellos adornos. Un cristiano sin oración nunca aprenderá la verdad de Dios; un ministerio sin oración nunca será apto para enseñar la verdad de Dios. Se han perdido siglos de gloria milenaria por culpa de una iglesia sin oración. El infierno se ha ensanchado y ha abierto su boca en la presencia del servicio muerto de una iglesia que no ora.
La mejor y mayor ofrenda en el ministerio cristiano es una ofrenda de oración. Si los predicadores del siglo XXI aprendieran bien la lección de la oración y usaran ampliamente de su poder, el milenio tendría su día antes de terminar la centuria. “Orad sin cesar” es la llamada de la trompeta a los predicadores del siglo XXI. Si esta época los contempla extrayendo de la meditación y la oración sus textos, sus pensamientos, sus palabras y sus sermones, el nuevo siglo encontrará un nuevo cielo y una nueva tierra La tierra manchada por el pecado y el cielo eclipsado por la iniquidad desaparecerán bajo el poder de un ministerio que ora.
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