PorquÉ Dios utilizó a D. L. Moody

Ruben A. Torrey

El 5 de febrero de 1837 nació D.L. Moody en una familia de condición humilde la cual vivía en el campo en Northfield, Massachusetts, Estados Unidos. Este niño llegaría a ser el hombre más grande, según creo, de su generación o de su tiempo. Cuando nuestros más ilustres generales, estadistas, científicos y hombres de letra hayan pasado al olvido y cuando la influencia provechosa de sus trabajos haya acabado, la tarea de D.L. Moody proseguirá y su influencia salvadora continuará y crecerá, trayendo bendición no sólo a cada estado norteamericano, sino a cada nación de la tierra. Si, continuará eternamente.

Mi tema es Porqué Dios usó a D.L. Moody, y quizás no haya otro tema sobre el cual deseara hablar con más gusto. Sin embargo, no buscaré glorificar al señor Moody, sino a Dios quien, por su gracia y su favor completamente inmerecido, lo usó poderosamente; a Cristo, quien lo salvó por su muerte expiatoria y vida de resurrección; y al Espíritu Santo quien vivió en él, obró a través suyo y lo transformó en esa gran autoridad que fue para este mundo.  Aún más:  espero dejar bien en claro que el Dios que usó a D.L. Moody en su época está pronto para usarnos a usted y a mí, hoy mismo, si nosotros por nuestra cuenta hacemos lo que D.L. Moody hizo, lo cual permitió a Dios usarlo tan abundantemente.
El secreto del porqué Dios usó a D.L. Moody tan eficazmente lo hallará en el Salmo 62:11 “Una vez habló Dios; dos veces he oído esto: que de Dios es el poder”. Me alegro de que sea así.  Me alegro que el poder no era de Carlos G. Finney; me alegro que no era de Martín Lutero; me alegro que no era de ningún otro cristiano muy usado por Dios en toda la historia del mundo.  El poder es de Dios. Si D.L. Moody tuvo poder, y lo tuvo en gran manera, lo recibió de Dios.
Pero Dios no da su poder arbitrariamente.  Es verdad que Él lo da a quien Él quiere, pero lo da bajo ciertas condiciones reveladas claramente en su Palabra; D. L. Moody cumplió esos requisitos y Dios lo hizo el más portentoso predicador de su generación. Si, pienso que lo hizo el hombre más extraordinario de su tiempo.
Pero ¿por qué D.L. Moody tuvo ese poder de Dios manifestado tan maravillosamente en su vida? Considerando este aspecto encuentro siete cosas en la vida de D. L. Moody que, son la clave de porqué Dios lo usó de manera tan manifiesta.

I. Un hombre completamente rendido
La primera razón que explica porque Dios usó a D.L. Moody tan poderosamente es que, fue un hombre plenamente rendido. Cada gramo de sus ciento veintisiete kilos pertenecía a Dios. No pretendo insinuar que el señor Moody fuera perfecto; no lo era. Si lo intentara, supongo que podría señalar algunos defectos en su carácter. En este momento no se me ocurre cuales eran, pero esforzándome podría recordar algunos. Todavía no he encontrado un hombre perfecto, ni aún uno.  He conocido hombres perfectos en el sentido bíblico, vale decir, hombres que pertenecen totalmente a Dios, completamente rendidos a Dios, sin otra voluntad que la divina; pero nunca conocí un hombre en quien no sorprendiera algunos defectos, algunas áreas donde debería haber sido perfeccionado. No, el Sr. Moody no era intachable. Si tuvo fallas en su carácter, y las tenía, entiendo que yo estaba en condiciones de saber cuáles eran mejor que cualquier otro, debido a mi estrecha asociación con él en los postreros años de su vida; y, además, supongo que en sus últimos años me abrió su corazón con mayor libertad que a ningún otro en el mundo.  Me contó ciertas cosas que pienso no había contado a nadie.  Me parece que conocí cuantos defectos había en su carácter mejor que nadie.  Aunque reconozco que tuvo fallas, no obstante, sé que pertenecía enteramente a Dios.
El primer mes que estuve en Chicago, tuvimos una charla acerca de algunas cosas sobre las cuales diferíamos bastante y el señor Moody me habló con suma bondad y franqueza diciendo en defensa de su punto de vista: “Torrey, si creyera que Dios quiere que salte fuera de esa ventana, lo haría”. Y lo hubiera hecho.  Si él pensaba que Dios le demandaba hacer cualquier cosa, la hacía. Pertenecía totalmente, sin reservas sin condiciones, enteramente a Dios.
Enrique Varley, un amigo muy íntimo del señor Moody en los primeros años de su ministerio, solía relatar como una vez le había dicho al señor Moody: “Hay que ver lo que Dios hará con un hombre que se rinde plenamente a Él”. Según me contaron, cuando el Señor Enrique Varley dijo eso, el señor Moody se dijo: “Bueno, yo seré ese hombre”. Y por lo que a mí toca, no pienso que “hay que ver” lo que Dios hará con un hombre entregado por completo a Él, pues ya ha sido visto en D.L. Moody.  Si usted y yo habremos de ser usados en nuestra esfera como D.L. Moody lo fue en la suya, debemos poner cuanto tenemos y cuanto somos en las manos de Dios para que nos use como Él quiere, nos envíe donde Él quiere, y haga con nosotros lo que Él quiere, cumpliendo por nuestra parte con todo aquello que Dios nos ordena.  Hay miles y decenas de miles de hombres y mujeres en el trabajo cristiano, hombres y mujeres brillantes, hombres y mujeres altamente dotados, hombres y mujeres quienes hacen grandes sacrificios, hombres y mujeres quienes han puesto todo pecado consciente fuera de sus vidas.  Sin embargo, se han detenido frente a las demandas de una rendición total a Dios, no alcanzando, por ende, la plenitud de poder.  Pero el señor Moody no se detuvo frente a la entrega absoluta a Dios; fue un hombre plenamente rendido, y si usted y yo habremos de ser usados, usted y yo debemos ser hombres y mujeres plenamente rendidos.

II. Un hombre de oración
La segunda razón del gran poder demostrado en la vida del señor Moody era que el señor Moody fue en el sentido más profundo y cabal un hombre de oración.  A veces me dicen: “¿Sabe? Viaje muchos kilómetros para ver y oír a D.L. Moody y ciertamente era un predicador maravilloso” Si, D.L. Moody ciertamente era un gran predicador, el más elocuente que yo haya oído, y era un gran privilegio escucharlo predicar como solamente él podía hacerlo; pero a causa de mi conocimiento personal de él, deseo testificar que fue muchas más un orador que un predicador. Vez tras vez se enfrentó con obstáculos aparentemente insuperables pero siempre halló el camino para resolver cualquier problema.  Él sabía y creía en lo más profundo de su alma que “nada es difícil para el Señor” y que la oración puede lograr cualquier cosa que Dios puede hacer.
El señor Moody solía escribirme cuando estaba por emprender un trabajo nuevo diciéndome: “Empezaré a trabajar en tal y tal fecha; desearía que reúnas a los estudiantes para un día de ayuno y oración”; y a menudo he tomado esas cartas y las he leído a los estudiantes en el salón de conferencias diciendo: “El señor Moody quiere que tengamos un día de ayuno y oración primeramente por la bendición de Dios sobre nuestras propias almas y trabajo, y luego por la bendición de Dios sobre él y su trabajo”. Con frecuencia nos reuníamos en el mencionado salón hasta altas horas de la noche; a veces hasta la una, las dos, las tres, las cuatro o aún las cinco de la madrugada, clamando a Dios sólo porque el señor Moody nos instaba esperar en Dios hasta recibir su bendición. ¡Cuantos hombres y mujeres he conocido cuyas vidas y caracteres han sido transformados por esas noches de oración y quienes han realizado cosas poderosas en muchos países gracias a esas noches de oración!
Una vez el señor Moody vino a mi casa en Northfield y me dijo: “Torrey, quiero que demos una vuelta juntos”.  Me subí en su carruaje y nos dirigimos hacia Lover´s Lane (El paseo de los enamorados), conversando acerca de algunas dificultades serias e inesperadas que habían aparecido referentes al trabajo en Northfield y Chicago y conectadas con otro trabajo muy apreciado por él. Cuando viajábamos unos nubarrones precursores de tormenta cubrieron el cielo y repentinamente, mientras estábamos hablando comenzó a llover. El condujo el vehículo hacia un cobertizo cerca de la entrada a Lover’s Lane para proteger el caballo.  Luego puso las riendas sobre el guardabarros y dijo: “Torrey, ore”; en seguida oré lo mejor que pude mientras que su corazón se unía a mí en oración. Y cuando quedé callado, él comenzó a orar. ¡Como quisiera que ustedes hubieran escuchado esa oración! Nunca olvidaré, tan simple, llena de fe, precisa, directa y poderosa.  Cuando la tormenta cesó, volvimos a la ciudad y los obstáculos habían sido allanados; el trabajo en las escuelas y otro trabajo que corría peligro siguieron mejor que nunca y han continuado hasta el presente.  Mientras volvíamos el señor Moody me dijo: “Torrey, dejemos que los demás hablen y critiquen; nosotros perseveraremos en el trabajo que Dios nos ha encomendado, dejando que Él se encargue de las dificultades y conteste las críticas”.
En una ocasión el señor Moody me dijo en Chicago: “He descubierto para sorpresa mía que estamos atrasados en veinte mil dólares en nuestras finanzas para el trabajo aquí y en Northfield.  Nosotros debemos tener esos veinte mil dólares y lo voy a conseguir por medio de la oración”. No lo hizo saber a nadie que pudiera darle un centavo de los veinte mil dólares del déficit, pero miró a Dios y dijo: “Necesito veinte mil dólares para mi trabajo; envíame esa suma de manera tal que sepa que viene directamente de Ti”. Y Dios oyó la oración.  Si, D.L. Moody creía en el Dios que contesta la oración y no solamente creía en Él en manera teórica sino también en manera práctica.  Enfrentó cada dificultad en su camino con la oración.  Todo lo que emprendió fue respaldado por la oración, y en todo dependía de Dios.

III. Un estudiante profundo y práctico de la Biblia
La tercera razón de porqué Dios usó a D.L. Moody es que, fue un estudiante profundo y práctico de la Palabra de Dios.  Hoy en día se dice a menudo que D.L. Moody no era estudiante.  Deseo decir que no solo era un buen estudiante sino un gran estudiante.  No era un estudiante de psicología; tampoco de antropología, estoy bien seguro que él no sabría el significado de esas palabras; no era un estudiante de biología ni de filosofía, ni aún era estudiante de teología en el sentido técnico; pero era un estudiante profundo y práctico del único libro que merece ser estudiado más que todos los otros libros en el mundo; era un estudiante diario y persistente de la Biblia.  Tengo razones para afirmarlo ya que se levantaba bien temprano para estudiar la Palabra de Dios, hasta inclusive al llegar al ocaso de su vida.  El señor Moody acostumbraba levantarse a eso de las cuatro de la madrugada para estudiar la Biblia.  Él me decía: “Para lograr estudiar siquiera algo, tengo que levantarme antes que los demás”; y él se encerraba en una habitación apartada de su casa a solas con su Dios y su Biblia.
Nunca olvidaré la primera noche que pasé en su hogar.  Me había ofrecido tomar la superintendencia del Instituto Bíblico y ya había comenzado mi trabajo; yo estaba en camino hacia una ciudad del este para presidir en la Convención Internacional de los Obreros Cristianos.  Me escribió diciendo: “Tan pronto como termine la Convención, venga a Northfield”. Se enteró aproximadamente cuando yo llegaba y condujo su carruaje a South Vernon para esperarme.  Esa noche reunió a todos los maestros de la Escuela de Monte Hermón y del Seminario de Northfield en su casa para verme y para intercambiar ideas respecto a los problemas de ambas escuelas. Hablamos hasta altas horas de la noche y luego, cuando los directores se habían retirado, el señor Moody y yo conversamos un rato más acerca de los problemas.  Era muy tarde cuando me acosté esa noche, pero cerca de las cinco de la mañana escuché un golpecito en mi puerta.  Después oí decir al señor Moody en voz baja: “Torrey, ¿estás levantado?” casualmente ya estaba en pie; no es mi costumbre levantarme a esa hora, pero ya estaba levantado en esa mañana en particular.  Me dijo: “Quiero que vengas a un lugar conmigo” y así lo hice. Luego me di cuenta de que él ya había estado una o dos horas en su cuarto estudiando la Palabra de Dios.
Oh, usted puede hablar y hablar sobre el poder; pero si deja de lado el único libro que Dios le ha dado como instrumento a través del cual Él imparte y ejercita Su poder, nunca lo tendrá. Puede leer muchos libros, asistir a muchas convenciones e ir a reuniones de oración para orar toda la noche por el poder del Espíritu Santo, pero a menos que persevere en una conexión constante y estrecha con la Biblia, usted no tendrá poder.  Y si alguna vez lo consiguiera, no la mantendrá sin un estudio diario, serio e intensivo de ese Libro.  Noventa y nueve cristianos de cada cien están meramente jugando al estudio Bíblico y por lo tanto, noventa y nueve cristianos de cada cien son meramente debiluchos cuando debieran ser gigantes tanto en su vida cristiana como en su ministerio.
EL señor Moody atrajo inmensas multitudes debido en gran parte a su conocimiento completo de la Biblia y su conocimiento práctico de la Biblia.  En el “Día de Chicago”, octubre de 1893, ninguno de los teatros de Chicago osó abrir sus puertas porque se esperaba una concentración en la Feria Mundial; y en efecto, unas cuatrocientas mil personas pasaron por las puertas de la feria ese día. Se suponía que todos los de Chicago iban a estar presentes en ese sector de la ciudad ese día. El señor Moody me dijo: “Torrey, alquile el Central Music Hall y anuncie reuniones desde las nueve de la mañana hasta las seis de la tarde”.  “Pero”, contesté, “Señor Moody, nadie quedará en este extremo de Chicago ese día, ni siquiera los teatros se atreven a abrir; todos irán al Parque Jackson donde está la Feria; nadie va a venir”. El señor Moody respondió: “Haga como le mandan”.  Hice como me ordenó y alquilé el Central Music Hall para reuniones continuadas desde las nueve de la mañana hasta las seis de la tarde.  Pero lo hice con el ánimo caído, pues pensaba que habría escasa concurrencia. Yo tomaba parte en el programa del mediodía.  No llegué al Central Music Hall hasta casi las doce porque estaba muy ocupado en mi oficina con los detalles de la campaña.  Pensaba que no tendría problema para entrar. Pero cuando me acerqué al lugar, observé con asombro que no sólo estaba la sala repleta sino también el vestíbulo y los escalones, y no había forma de acercarse a la puerta.  Si no hubiera dado la vuelta y trepado por una ventana de atrás, se hubieran perdido al orador de esa hora…  Pero eso no hubiera sido de mucha importancia, pues el gentío no se había reunido para oírme a mí; era la magia del nombre del señor Moody que los había traído. Y ¿por qué ansiaban oír al señor Moody? Porque sabían que, si bien no era perito en muchas corrientes filosóficas, creencias y novedades en boga, conocía muy bien el único Libro que este viejo mundo anhela conocer:  La Biblia.
Nunca olvidaré la última visita de Moody a Chicago.  Los pastores de Chicago me habían enviado a Cincinnati para invitarlo a que tuviera a su cargo una reunión en Chicago.  En respuesta a la invitación me dijo: “Si alquilas el Auditorium para tener reuniones a las diez de la mañana y a las tres de la tarde los días de semana, iré”.  Respondí “Señor Moody, usted sabe cuan atareada es la ciudad de Chicago y cuan imposible para los hombres de negocio concurrir a las diez de la mañana y a las tres de la tarde los días laborales. ¿No sería mejor tener reuniones nocturnas los días de semana y reuniones el domingo? “No”, contestó, “me temo que si lo hiciera, interferiría con el trabajo regular de las iglesias”.
Volví a Chicago y alquilé el Auditorium, el edificio de más capacidad en toda la ciudad de aquel tiempo, ya que contenía unas siete mil personas sentadas; anuncié reuniones todos los días, con el señor Moody como orador, a las diez de la mañana y a las tres de la tarde. Al momento comenzaron a llover las protestas.  Una de ellas vino de Marshall Field, por entonces el rey de los negocios en Chicago. “Señor Torrey, nosotros los hombres de negocio de Chicago deseamos oír al señor Moody y usted sabe perfectamente bien que nos resulta imposible salir a las diez de la mañana y a las tres de la tarde; organicen reuniones nocturnas”.  Como recibí muchas cartas por el estilo, escribí al señor Moody instándole a predicar por la noche.  Pero él respondió simplemente: “Haga como le mandan”. Y así hice como me mandaron; era la única manera de conservar mi empleo.
Media hora antes de la primera reunión matutina fui hacia el Auditoriun con mucho temor y recelo; pensaba que el salón no se llenaría bajo ningún concepto.  Cuando llegué allí encontré para mi asombro una fila de cuatro personas de frente extendiéndose desde la calle Congress hasta la Avenida Wabash, otra cuadra al norte sobre la mencionada avenida, luego una interrupción por el tráfico, siguiendo otra cuadra más, y así.  Entré por la puerta trasera.  Muchos pedían a voz en cuello que se abriera esa puerta para poder entrar. Cuando las puertas fueron abiertas a la hora señalada, tuvimos un cordón de veinte policías para retener la multitud; pero el gentío era tal que rompió el cordón policial y, antes que pudiéramos cerrar las puertas, ocho mil personas colmaron el edificio.  Y pienso que afuera quedaron otros tantos. Pienso que ningún otro en el mundo podría haber convocado esa cantidad de gente a semejante hora.  ¿Por qué? Porque, aunque el señor Moody sabía poco sobre ciencia, filosofía o literatura en general, él si conocía el único Libro que este viejo mundo se muere por conocer; y ese viejo mundo se congregará para oír a los hombres que conocen y predican la Biblia como no lo hará para oír otra cosa en la tierra.
Durante todos los meses que funcionó la Feria Mundial en Chicago ninguno podía atraer las multitudes que iban en pos del señor Moody.
A juzgar por los periódicos de ese entonces, uno habría pensado que el gran acontecimiento religioso en Chicago era el Congreso Mundial de las Religiones.  Un hombre de letras del este, dotado con mucho talento, fue invitado para hablar en ese Congreso.  El vio en esta invitación la oportunidad de su vida y preparó un discurso, el título exacto del cual ahora no recuerdo, pero era algo así como “Nueva Luz Sobre las Doctrinas Antiguas”.  Preparó el escrito con todo cuidado, y luego lo mandó circular entre sus amigos de más confianza y mayor capacidad crítica.  Estos se lo devolvieron con las correcciones que estimaron necesarias.  Luego volvió a escribir su discurso agregándole cuantas sugerencias y críticas que parecían necesarias. Entonces lo hizo circular nuevamente para que lo revisaran.  Después lo escribió por tercera vez, quedándole perfecto según confiaba él. Fue a Chicago para hallar su tan deseada oportunidad de hablar ante el Congreso Mundial de las Religiones.  A las once de la mañana de un sábado le tocaba hablar.  De pie, fuera de la puerta de acceso a la plataforma, esperaba el gran momento de presentarse, y cuando el reloj dio las once caminó hacia la plataforma para hacer frente a un auditorio magnífico compuesto por ¡once mujeres y dos hombres!
Pero no había siquiera un edificio en Chicago capaz de dar cabida ese mismo día a las multitudes que se congregaran para oír al señor Moody a cualquier hora del día o de la noche.  Oh, hermanos, si desean lograr una audiencia y hacerle algo de bien a ese grupo humano una vez logrado, estudien, estudien, estudien el único Libro, y prediquen, prediquen, prediquen el único Libro y enseñen, enseñen, enseñen el único Libro, la Biblia, el único Libro que contiene la Palabra de Dios, el único Libro que tiene poder para reunir, mantener la atención y bendecir a las multitudes durante cualquier período de tiempo, por largo que sea.

IV. Un hombre humilde
La cuarta razón de porque Dios usó a D.L. Moody constantemente, a través de tantos años, es porque era un hombre humilde.  Pienso que D.L. Moody fue el hombre más humilde que conocí en toda mi vida.  Al señor Moody le gustaba citar las palabras de alguien: “La fe consigue más; el amor trabaja más; pero la humildad conserva más”. El mismo poseía la humildad que conservaba cuanto conseguía.  Como ya he dicho, fue el hombre más humilde que conocí, o sea, el hombre más humilde considerando las cosas grandes realizadas por él y los elogios que le tributaron. ¡Cómo le gustaba ponerse en el último término y ubicar a otros en el primer plano! ¡Cuán a menudo se paraba sobre la plataforma con algunos de nosotros, insignificantes compañeros sentados detrás de él y cuando hablaba nos mencionaba así: ¡Hay hombres mejores que vienen detrás de mí! Al decirlo señalaba hacia atrás de su hombro con su dedo pulgar a los “insignificantes compañeros”.  No entiendo cómo podía creerlo, pero realmente creía que los otros eran de veras mejores que él.  No simulaba ser humilde.  En lo íntimo de su corazón constantemente se subestimaba a sí mismo y sobreestimaba a los demás.  Sinceramente creía que Dios iba a usar a otros con mayor intensidad que a él.
Al señor Moody le agradaba quedarse en el último plano.  En las convenciones de Northfield, o en cualquier otro lugar, empujaba a otros hacia el frente y, si podía, les hacía predicar todo el tiempo:  McGregor, Campbell Morgan, Andrew Murray, y los demás. La única manera de hacerle tomar parte en el programa era ponerse en pie en la convención y hacer moción que escuchemos a D.L. Moody en la siguiente reunión.  Siempre quería pasar desapercibido.
Oh, cuantos hombres han prometido mucho y Dios los ha usado, y luego han pensado que eran una gran cosa y Dios se vio obligado a echarlos a un lado. Creo que los obreros más prometedores se han estrellado contra las rocas más por su propia estima y autosuficiencia que por cualquier otra causa.  En estos últimos cuarenta años o más puedo recordar de muchos hombres que hoy están en la ruina y la miseria, hombres que en un tiempo se pensaba que iban a llegar a ser algo grande.  Pero han desaparecido por completo de la escena pública.  ¿Por qué? Porque se sobreestimaban.  ¡Cuantos hombres y mujeres han sido dejados a un lado porque comenzaron a pensar que eran importantes y Dios tuvo que ponerlos aparte!
Recuerdo a un hombre con quien estaba asociado en un gran movimiento en este país. Estábamos llevando a cabo la más exitosa convención en Búffalo, y él estaba muy engreído. Un día, mientras caminábamos por la calle hacia una de las reuniones, me dijo más o menos así: “Torrey, usted y yo somos los hombres más importantes en la obra cristiana de este país”.  Le contesté: “Juan, siento mucho oírle decir eso; por lo que leo en mi Biblia encuentro una y otra vez hombres que han hecho grandes cosas a quienes Dios tuvo que quitar de en medio porque se sentían importantes”. Y Dios puso a un lado a ese hombre desde ese tiempo.  Todavía debe vivir, aunque nadie haya oído de él por años.
Dios usó a D.L. Moody, a mi entender, en mayor grado que a cualquier otro en su día; pero eso no le hacía mella, nunca se envaneció. En una oportunidad, hablándome de un gran predicador de Nueva York, ya muerto, el señor Moody dijo: “Una vez cometió un error muy grave, el más grave que yo hubiera esperado de un hombre tan sensato como él. Se me acercó al final de un breve mensaje que había dado y me dijo: “Joven, has presentado una gran conferencia esta noche”. Luego el señor Moody continuó: “Que necedad lo que ha dicho, casi me envaneció”.  Pero gracias a Dios no se envaneció y cuando casi todos los pastores de Inglaterra, Escocia, e Irlanda y muchos de los obispos ingleses estaban listos para seguir a D.L. Moody donde quiera él los guiase, aún entonces nunca lo envaneció ni un poquito.  Se postraba sobre su rostro delante de Dios, pues sabía que era humano y le pedía que lo vaciara de toda autosuficiencia, y Dios lo hacía.
¡Oh hombres y mujeres, especialmente hombres y mujeres jóvenes! Quizá Dios está comenzando a usarles; probablemente la gente ya dice de usted: “Qué hermoso don que tiene como maestro Bíblico” ¡Que poder tiene como predicador por ser tan joven!” Escuche: póstrese delante de Dios.  Creo que ésta es una de las tretas más peligrosas del diablo.  Cuando el diablo no puede desanimar a una persona, se le acerca con otra táctica la cual él sabe es mil veces peor en su resultado; él lo ensalza susurrando en su oído: “Tú eres el hombre que barrerá con todo lo que se te ponga por delante.  Tú eres el que va hacia adelante. Tú eres el D.L. Moody del día”; y si usted le hace caso le arruinará en forma definitiva. En toda la costa de la historia de los obreros cristianos yacen los restos de los naufragios de nobles embarcaciones, portadoras de grandes promesas pocos años ha. Zozobraron porque sus tripulantes se inflaron y fueron llevados por los vientos huracanados de su propia estima hacia las rocas donde se estrellaron.

V. Un hombre libre del amor al dinero
La quinta razon del poder y actuación sin altibajos de D.L. Moody es que fue un hombre libre por completo del amor al dinero.  El señor Moody podría haber sido rico, pero el dinero no tenía encanto alguno para él. Le gustaba juntarlo para la obra del Señor, pero rehusaba acumularlo para sí mismo. Me dijo durante la Feria Mundial que si hubiera aceptado los derechos de producción de los himnarios publicados por él, hubiera ganado hasta ese momento un millón de dólares. El señor Moody se negó a tocar el dinero.  Le pertenecía por ser el responsable de la publicación de los libros y además el dinero empleado en la primera edición vino de su bolsillo.  El señor Sankey tenía unos himnos que había llevado a Inglaterra y deseaba que se los publicaran.  Fue a una editorial (creo que fue Morgan and Scott) y ellos rehusaron publicarlos, pues como decían, Philip Phillips había pasado recientemente y publicado un himnario y no había tenido éxito. De todos modos, el señor Moody tenía algún dinero y dijo que lo invertiría en la publicación de esos himnos en edición económica y así lo hizo. Los himnos tuvieron una venta extraordinaria e inesperada; luego fueron publicados en forma de libros y aumentaron en gran manera las ganancias.  Estas fueron ofrecidas al señor Moody, quien se negó a tomarlas.  “Pero”, le suplicaron, “el dinero es suyo”; mas él ni lo tocó.  El señor Fleming H. Revell era en ese tiempo tesorero de la Iglesia de la Avenida Chicago, conocido comúnmente como el Tabernáculo Moody. Solamente el subsuelo de este nuevo templo se había construido, pues se habían acabado los fondos monetarios.  Enterado de la situación de los himnarios el señor Revell sugirió, en una carta dirigida a amigos en Londres, que el dinero fuera destinado para terminar el edificio. Y así fue. Después llegó tanto dinero, que debió ser destinado a varias actividades cristianas por una junta en cuyas manos el señor Moody puso el asunto.
En una ciudad a la cual fue el señor Moody en los últimos años de su vida, y adonde yo lo acompañé, se anunció públicamente que el señor Moody no aceptaría recompensa alguna por sus servicios.  En rigor de verdad, el señor Moody dependía hasta cierto punto de lo que recibía en sus reuniones, pero cuando fue hecho ese anuncio, no dijo nada y partió de esa ciudad sin recibir un centavo por el duro trabajo hecho allí y, según creo, hasta pagó su propia cuenta en el hotel.  Sin embargo, un pastor de esa misma ciudad hizo publicar un artículo en un diario, yo mismo lo leí, en el cual narraba un cuento fantástico sobre las demandas financieras con que el señor Moody los había recargado, informe absolutamente falso como me constaba personalmente. Millones de dólares pasaron por las manos del señor Moody, pero pasaron de largo; nunca se pegaron a sus dedos.
El dinero es el motivo por el cual muchos evangelistas han hecho desastres, terminando con sus ministerios en forma prematura.  El amor al dinero por parte de algunos evangelistas ha contribuido más que cualquier otra causa a desacreditar el trabajo evangelístico en nuestros días y a dejar más de uno al olvido. Mientras estuve afuera en mi ultima gira, un pastor digno de toda confianza me contó que en una de nuestras ciudades del este se realizó una campaña dirigida por un evangelista muy usado por Dios en el pasado (no se imaginen ni por un momento que fue Billy Sunday; este mismo pastor me habló maravillas del señor Sunday y de una campaña llevada a cabo por él en una ciudad donde pastoreaba una iglesia) El evangelista en cuestión vino a la ciudad para tener a su cargo una campaña evangelística unida auspiciada por cincuenta y tres iglesias.  El pastor que me relató el caso era el presidente de la comisión de finanzas.  El evangelista mostró tanta ansia por el dinero que violó deliberadamente el acuerdo hecho antes de su venida a la ciudad, insistiendo en que el dinero destinado a él fuera colectado de manera diferente a la señalada por él mismo en el contrato original. Viendo esto, mi informante quiso renunciar a su cargo en la comisión de finanzas, pero fue persuadido a quedarse para evitar un escándalo. “Como resultado de las tres semanas de campaña hubo solamente veinticuatro decisiones concretas” me dijo mi amigo; luego se reunieron los pastores y con un solo voto en contra convinieron en enviar una carta al evangelista diciéndole francamente que estaban hartos de él y de sus métodos evangelísticos para siempre, y que sentían su deber prevenir a otras ciudades en contra de él, sus métodos y los resultados de su labor”. Guardemos la lección en nuestros corazones y cuidémonos a tiempo.  

VI. Un hombre apasionado por la salvación de los perdidos
La sexta razón por la cual Dios usó a D. L. Moody es porque, era un hombre apasionado por la salvación de los perdidos. El señor Moody resolvió, poco después de ser salvo, que nunca dejaría pasar veinticuatro horas sin hablar a por lo menos una persona sobre su alma.  Su vida era muy agitada y a veces olvidaba su resolución hasta última hora.  Muchas fueron las noches en que se levantó de la cama, se vistió y salió a la calle para hablar a alguno acerca de su alma, a fin de no dejar pasar un solo día sin haber hablado a siquiera uno de sus prójimos sobre su necesidad y el Salvador que podía satisfacerlo.
Una noche el señor Moody iba hacia su casa desde su trabajo.  Era muy tarde y de repente recordó que no había hablado a ninguna persona ese día acerca de Cristo.  Se dijo: “He aquí un día perdido. Hoy no he hablado a ninguno y no encontraré a nadie a esta hora”. Pero mientras caminaba, vio a un hombre parado bajo un poste de alumbrado.  El hombre era completamente desconocido para él aunque como veremos luego, el hombre sabía quién era el señor Moody.  Este caminó hacia el desconocido y preguntó: “¿Es usted cristiano?” El hombre contestó: “A usted que le importa si soy cristiano o no.  Mire, si no fuera porque es usted alguna clase de predicador, lo tiraría al zanjón por impertinente”.
El señor Moody dijo algunas pocas palabras de todo corazón y se fue.  Al día siguiente ese hombre visitó a uno de los más importantes entre los hombres de negocios, amigo del señor Moody, y le dijo: “Ese tal Moody de los suyos, está haciendo más mal que bien en el lado norte de Chicago.  Tiene entusiasmo sin sabiduría. Vino a mí anoche, un perfecto desconocido, y me insultó.  Me preguntó si era cristiano y le dije que eso no le importaba y que si no fuera porque era una clase de predicador, lo hubiera tirado al zanjón por impertinente.  Está haciendo más mal que bien; tiene entusiasmo sin sabiduría”. El amigo de Moody lo mandó a buscar y le dijo: “Moody, usted está haciendo más mal que bien; tiene entusiasmo sin sabiduría; anoche insultó a un amigo mío en la calle.  Usted fue a él, un perfecto desconocido, y le preguntó si era cristiano, y me cuenta que si no fuera porque usted es una clase de predicador lo hubiera tirado al zanjón por impertinente. Usted está haciendo más mal que bien; tiene entusiasmo sin sabiduría”.
El señor Moody salió de la oficina de ese hombre un tanto cabizbajo. Se preguntaba si no estaría haciendo más mal que bien, si realmente tenía entusiasmo sin sabiduría. (Permítame decir, de paso, que es preferible tener entusiasmo sin sabiduría que tener sabiduría sin entusiasmo.  Algunos hombres y mujeres están tan llenos de sabiduría como un huevo lo está de sustancia; son peritos en verdades Bíblicas y pueden pasar horas enteras criticando a los predicadores y a sus mensajes, pero tienen tan poco entusiasmo que no llevan una sola alma a Cristo en todo el año).  Pasaron las semanas.  Una noche el señor Moody estaba durmiendo cuando fue despertado por unos golpes violentos en la puerta de calle.  Saltó de la cama y se precipitó hacia la puerta.  Pensó que su casa estaría en llamas.  Pensó que el hombre iba a romper la puerta. Abrió la puerta y allí estaba este hombre.  Dijo: “Señor Moody, no pude dormir tranquilo desde que usted me habló debajo del poste de la luz y he venido a esta hora porque no aguanto más; dígame, ¿qué debo hacer para ser salvo?” El señor Moody lo hizo entrar y le dijo qué debía hacer para ser salvo y el hombre aceptó a Cristo.  Cuando estalló la Guerra Civil, fue al frente de batalla y dio su vida peleando por su patria.
Otra noche, el señor Moody había llegado a su casa y ya se había acostado cuando se acordó que no había hablado a ninguno ese día acerca de aceptar a Cristo. “Bueno”, se dijo, “no me conviene levantarme ahora: no habrá nadie en la calle a esta hora de la noche”. Pero se levantó, se vistió, y fue a la puerta de calle.  Estaba lloviendo a cántaros. “¡Bah!” se dijo, “nadie andará fuera con semejante lluvia”. Justo en ese momento oyó las pisadas de un hombre que andaba por la calle con un paraguas. El señor Moody lo alcanzó corriendo y le preguntó: “¿Me permite compartir su paraguas?” “¡Por supuesto!” respondió el hombre.  Entonces el señor Moody inquirió: “¿Tiene usted con que refugiarse en los tiempos de adversidad?” Y le predicó a Jesús. ¡Queridos hermanos! Si nosotros estuviéramos tan llenos de entusiasmo por la salvación de las almas como el señor Moody, ¿cuánto tiempo tardaría Dios en enviar un poderoso despertamiento que sacudiera todo el país?
Un día en Chicago -el día siguiente al que fusilaron al dignatario Carter Harrison, cuando sus restos eran velados con todos los honores en la Casa Municipal- el señor Moody y yo estábamos viajando en tranvía por la calle Randolph, justo al lado de la Casa Municipal.  El tranvía apenas podía circular debido al gentío que esperaba entrar para ver el cuerpo del alcalde Harrison.  Mientras el tranvía trataba de hacerse camino, el señor Moody se volvió hacia mi y dijo: “Torrey, ¿qué significa esto?” “Pasa”, le dije, “que el cuerpo de Carter Harrison yace en la Casa Municipal y toda esta gente está esperando para verlo”. Luego dijo: “No podemos permitir que se nos vaya toda esta gente sin predicarles: debemos hablarles.  Vaya y alquile el Hooley’s Opera House (estaba justo en frente de la Casa Municipal) por todo el día”. Así lo hice. Las reuniones comenzaron a las nueve de la mañana y tuvimos un culto continuado desde esa hora hasta las seis de la tarde para alcanzar a esas multitudes.
El señor Moody era un hombre que ardía por Dios.  No sólo estaba siempre ocupado él mismo, sino que estaba haciendo trabajar a otros también. Una vez me invitó a Northfield para pasar un mes con las escuelas, hablando primero en una y luego cruzando el río para hablar en la otra.  Tuve que cruzar repetidamente de una a otra orilla en una barca, pues todavía no había sido construido el puente que hoy se levanta en ese sitio. Un día me dijo: “Torrey, ¿sabía usted que el barquero que lo cruza diariamente es inconverso?” No me pidió que le hablara, pero entendí la indirecta.  Cuando poco después se enteró que el barquero era salvo, se puso muy contento.
Otra vez, cuando andábamos por cierta calle de Chicago, el señor Moody se acercó a un hombre completamente desconocido para él, y le dijo: “Caballero, ¿es usted cristiano? “Métase en lo suyo” fue la respuesta. El señor Moody insistió: “Esto es lo mío”. El hombre dijo: “Bueno, entonces usted debe ser Moody”. En Chicago era conocido como “el loco Moody”, porque hablaba día y noche a todos los que podía acerca de lo que es ser salvo.  En cierta oportunidad se dirigía a Milwaukee, y el asiento que había elegido era compartido con otro viajero.  El señor Moody se sentó al lado e inmediatamente comenzó a conversar. “¿A dónde va usted?” preguntó el señor Moody.  Cuando supo el nombre del pueblo dijo: “Pronto llegaremos allí; vayamos al grano: ¿es usted salvo?” El hombre dijo que no, y el señor Moody sacó su Biblia y allí en el tren le mostró el camino de salvación. Luego dijo: “Usted debe aceptar a Cristo”, y el hombre lo hizo; allí mismo en el tren.
Muchos de ustedes habrán oído, supongo, la anécdota que solía contar el ex presidente Wilson. Resulta que una vez había entrado en una peluquería y se había sentado al lado del señor Moody sin saberlo. No necesitó mucho tiempo para, con sus palabras textuales, “darse cuenta de que había una personalidad en la otra silla”. Puso atención en lo que se estaba diciendo y escuchó cómo D.L. Moody explicaba al peluquero el Camino de la Vida.  El expresidente Wilson decía: “Aún no se me ha borrado de la mente esa escena”.  Cuando se fue el señor Moody, preguntó al peluquero quién era; al enterarse que se trataba de D.L. Moody, dijo: “Me dejó tal impresión que todavía lo tengo presente”.
La pasión por las almas de D. L. Moody no se limitaba a las almas que podían serle útiles en llevar su trabajo adelante; su amor por las almas no conocía limitaciones de clases sociales.  El no hacía acepción de personas. Podía hablar con un conde o un duque o con un niño despreciado de la calle; le daba lo mismo; era un alma perdida y él hacía lo que podía para salvarla. Un amigo me contó que comenzó a oír hablar del señor Moody cuando el señor Reynolds de Peoria le dijo que una vez él encontró al señor Moody sentado en una choza de las “villas de emergencia” que había en esa parte de la ciudad alrededor del lago, la cual era conocida en ese entonces por “las Arenas”, con un niño sobre su rodilla, una vela de cebo en una mano y una Biblia en la otra.  El señor Moody estaba deletreando las palabras en un intento por conducir a ese niño a Cristo.  Hombres, mujeres jóvenes y obreros cristianos, si ustedes y yo experimentásemos semejante pasión por las almas ¿cuánto se tardaría antes que tuviéramos un genuino despertamiento? ¡Supongamos que esta noche el fuego de Dios cayera y llenara nuestros corazones; un fuego consumidor que nos envíe por todo el país, cruzando el océano a China, Japón, India, África, ¡a contar a las almas perdidas el camino de la salvación!

VII. Un hombre investido con poder de lo alto
La séptima razón por la cual Dios utilizó a D. L. Moody fue que, estaba investido concretamente con poder de lo alto, tenía un bautismo con el Espíritu Santo muy claro y definido.  El señor Moody sabía que tenía “el bautismo con el Espíritu Santo”; no dudaba de ello.  En su juventud fue muy apresurado, tenía un deseo tremendo de hacer algo, pero en realidad carecía de poder real.  Trabajaba duramente en la energía de la carne. Pero había dos mujeres humildes de los Metodistas Libres quienes acostumbraban a asistir a sus reuniones en la Asociación Cristiana de Jóvenes.  Una era la “tía Cook” y la otra la señora Snow.  Estas dos mujeres solían acercarse al señor Moody al finalizar los cultos y le decían: “estamos orando por usted”. Al fin, el señor Moody empezó a irritarse un poco y una noche les preguntó: “Para qué están orando por mí? ¿Por qué no oran por los que no son salvos?”  Ellas contestaron: “estamos orando para que usted reciba el poder”. El señor Moody no sabía que significaba eso, pero se puso a pensar y después se acercó a las mujeres y le dijo: “Desearía que me digan qué es lo que quieren decir”; y ellas le explicaron que es el bautismo concreto con el Espíritu Santo.  Entonces él quiso orar junto con ellas para que Dios le diera poder.
La “tía Cook” me contó una vez con que intenso fervor oró el señor Moody en esa ocasión.  Ella me lo dijo con palabras que apenas me atrevo a repetir, aún cuando nunca las he olvidado. Y no solo oraba con ella, sino que también oraba solo. No mucho después, poco antes de salir para Inglaterra, estaba caminando por la calle Wall de Nueva York (el señor Moody muy rara vez relató esto y yo casi vacilo en contarlo) y en medio del bullicio y del trajín de esa ciudad su oración fue contestada, el poder de Dios cayó sobre él mientras caminaba por la calle y tuvo que apresurarse hacia la casa de un amigo y pedirle que lo dejara solo en una pieza. En esa pieza se quedó por horas, y el Espíritu Santo vino sobre él llenando su alma con tanto gozo que debió rogar a Dios que detuviera su mano, pues temía morirse allí de puro gozo.  Salió de ese lugar con el poder del Espíritu Santo sobre él, y cuando llegó a Londres (en parte por las oraciones de un santo postrado en cama de la iglesia del señor Lessey), el poder de Dios fluyó poderosamente a través suyo en el norte londinense, y cientos fueron agregados a la iglesia.  Ese fue el punto de partida para que fuera invitado a predicar en las maravillosas campañas realizadas en años posteriores.
Vez tras vez el señor Moody me decía: “Torrey, quiero que prediques sobre el bautismo con el Espíritu Santo”. No se cuántas veces me pidió que hablara sobre ese tema.  Una vez, cuando yo había sido invitado a predicar en la Iglesia Presbiteriana de la Quinta Avenida, Nueva York, justo antes de partir para Nueva York, el señor Moody vino hasta mi casa y me dijo: “Torrey, ellos desean que usted predique en la Iglesia Presbiteriana de la Quinta Avenida de Nueva York.  Es una iglesia grande, enorme, costó un millón de dólares para construirla”. “Torrey, quiero pedirle una sola cosa, quiero decirle sobre qué debes predicar, quiero que prediques ese sermón suyo “Diez razones por las cuales creo que la Biblia es la Palabra de Dios y su sermón sobre el Bautismo con el Espíritu Santo”.  Vez tras vez cuando me llamaban para ir a alguna iglesia, él me instaba: “Ahora, Torrey, predique sin falta sobre el bautismo con el Espíritu Santo”. No se cuantas veces me repitió esto.  Un día le pregunté: “Señor Moody ¿piensa que yo no tengo más sermones que esos dos: Diez razones por las cuales creo que la Biblia es la Palabra de Dios y su sermón sobre el Bautismo con el Espíritu Santo”? “No importa” respondió, “Dales esos dos sermones”.
Una vez él tenía unos maestros en Northfield: todos ellos excelentes, pero no creían en un bautismo definido con el Espíritu Santo para el individuo.  Creían que cada hijo de Dios estaba bautizado en el Espíritu Santo, y no creían en ningún bautismo especial con el Espíritu para cada uno.  El señor Moody me dijo:” Torrey, ¿puedes venir a mi casa después del culto de esta noche? Yo haré que vengan esos hombres y quiero que trates acerca de este asunto con ellos”. Por supuesto acepté. El señor Moody me hizo seña para que me quedara unos momentos más.  Se sentó con su barba apoyada en su pecho, como lo hacía a menudo cuando estaba meditando profundamente; luego me miró y dijo: “¿por qué se detendrán en pequeñeces? ¿Cómo no ven que esta es justamente la cosa que ellos necesitan? Son buenos maestros, excelentes maestros, y estoy muy contento de tenerlos aquí; pero ¿cómo no ven que el bautismo con el Espíritu Santo es el único toque que les hace falta?”
No olvidará aquel 8 de julio de 1894 hasta el día de mi muerte.  Era el último día de la conferencia de los estudiantes de Northfield: asamblea de los estudiantes de los colegios del este.  El señor Moody me había pedido que les predicara el sábado por la noche y el domingo por la mañana, sobre el bautismo con el Espíritu Santo.  El sábado por la noche hable sobre “El bautismo con el Espíritu Santo: que es; que hace; la necesidad y la posibilidad de tenerlo”. El domingo por la mañana hablé sobre “El bautismo con el Espíritu Santo: como obtenerlo”.  Eran justo las doce cuando terminé mi sermón matutino.  Saqué mi reloj y dije: “el señor Moody nos ha invitado a subir la montaña a las tres de la tarde para orar por el poder del Espíritu Santo.  Faltan tres horas para las tres. Algunos de ustedes no pueden esperar tanto.  No necesitan esperar.  Vayan a sus cuartos; vayan entre los árboles; vayan a sus carpas; vayan a cualquier parte donde puedan estar a solas con Dios y pídanle directamente a Él que los llene con su Espíritu”. A las tres nos reunimos todos frente a la casa de la madre del señor Moody, y luego comenzamos a andar por un pequeño sendero. Cruzamos por una tranquera y seguimos caminando por la ladera de la montaña.  Éramos en total cuatrocientos cincuenta y seis; lo sé porque Pablo Moody nos contó cuando pasábamos por la tranquera.
Después de un rato el señor Moody dijo: “No creo que necesitamos ir más lejos; sentémonos aquí” Nos sentamos sobre postes y troncos y sobre el césped. El señor Moody dijo: “¿Alguno de ustedes tiene algo que decir? Alrededor de setenta y cinco de ellos se levantaron uno tras otro, y dijeron más o menos esto: “señor Moody, no pude esperar hasta las tres; he estado a solas con Dios desde el culto de la mañana.  Y creo que tengo el derecho de decir que he sido bautizado con el Espíritu Santo”. Cuando se acabaron los testimonios el señor Moody dijo: “Jóvenes, no veo razón alguna que nos impida arrodillarnos aquí ahora mismo para pedirle a Dios que caiga sobre nosotros el Espíritu Santo tan definidamente como cayó sobre los apóstoles el día de Pentecostés. Oremos.” Y oramos, allí en la montaña. Mientras habíamos ascendido la montaña el cielo se había encapotado, y justo cuanto empezamos a orar las nubes se abrieron y comenzaron a caer sobre nosotros gotas de lluvia a través de los  pinos. Pero había otra nube que se detuvo en Northfield por diez días, una gran nube, la nube de la misericordia, la gracias y el poder divino; y cuando empezamos a orar nuestras oraciones parecía atravesar esa nube y el Espíritu Santo descendió sobre nosotros.  Hombres y mujeres, eso es lo que todos necesitamos: el bautismo con el Espíritu Santo.

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Nota aclaratoria:
Cuando se traduce un escrito, nunca se deben alterar, cambiar o corregir las palabras utilizadas por el autor original. Siempre se deben respetar en forma rigurosa.
En la parte final del sermón del Dr. Torrey hallamos que tanto D.L. Moody, como él mismo, usaban la expresión el “bautismo” del Espíritu Santo como una experiencia posterior a la conversión y la entrada a la vida de poder y a ser utilizados plenamente por Dios.  Este término da a entender una experiencia definida, que marca un antes y un después en la vida de aquel que lo recibe. Todos los que hemos visto un bautismo en agua podemos entender mejor lo que significa ser bautizados en el Espíritu Santo. Es algo renovador, transformador y gozoso. Luego de experimentarlo la persona no puede volver a ser la  misma de antes.
Al leer este artículo y otros sermones predicados por el Dr. Torrey, vamos a encontrar siempre el mismo énfasis: la necesidad del bautismo con el Espíritu Santo. Sin embargo, nunca en sus escritos se menciona recibir el don de lenguas como una segura manifestación de que el bautismo ha tenido lugar. Esta enseñanza presentada por el movimiento Pentecostal a partir de comienzos del siglo XX no tiene ningún fundamento en la palabra de Dios. Más bien, ha sido causa de confusión y que muchos abandonen la fe cristiana al ver que son segunda categoría y no pertenecen a la “elite sacerdotal”.
Personalmente me inclino a creer, basado en la clara enseñanza de 1 Corintios 13:12 que, “… por un solo Espíritu fuimos bautizados todos en un solo cuerpo…”. Y eso fue el día de nuestro Nuevo Nacimiento. Sin embargo, todos podemos experimentar varias “llenuras especiales”, tal como los creyentes del libro de los Hechos. Quienes fueron llenos del Espíritu Santo el día de Pentecostés (Hechos 2), y fueron llenos una vez más en Hechos 4:31, frente a la persecución que se avecinaba.
En última instancia, sea la “llenura especial”, el bautismo, el sello del Espíritu… una cosa permanece constante. Dios tiene preparado para su hijos momentos de gloria muy especiales y personales. Creo que es hora de dejar de discutir sobre términos bíblicos y diversas experiencias, y concentrarnos en nuestra necesidad de buscar la plenitud de Dios (Efesios 3:19) con corazones sinceros y apasionados. Los resultados serán los mismos que cosecharon Moody, Torrey y un sin fin de hermanos hasta el día de hoy, cuyos ministerios impactaron millares de vida y establecieron el reino de Dios sobre corazones fríos y duros. La vida de Moody llevó frutos gloriosos y abundantes para gloria del nombre de Cristo. Es mi sincero ruego que lo mismo se pueda decir de usted y de mi, en estos días de apostasía y desvarío. Porqué Dios utilizó a D.L. Moody nos marca el camino a cada uno de nosotros. Reunamos las condiciones que cultivó Moody y el poder también vendrá sobre nuestras vidas y ministerio.
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